Calvary: Los siete días de un mártir

En su sermón de la Montaña, Jesucristo dijo “no resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra”. La declaración, recogida por Mateo en su Evangelio, ha sido una constante por los cristianos más fervorosos. Aunque los extremos más piadosos son pruebas para sólo unos pocos valientes.

Qué tarea tan difícil tienen los que quieren hacer de este mundo un lugar mejor, como el padre James Lavelle. Este cura es un ser fuerte, estoico, duro como una piedra pero con un fondo de lo más benévolo. Brendan Gleeson aporta su robusto aspecto y dota al sacerdote de una personalidad pausada, noble, magnánima, reservada y sobria. El título habla de la losa que tiene este pastor, y el actor está soberbio acarreando con ella. Porque menudo rebaño de penitentes tiene en su haber y menudas circunstancias. Vaya personajes espinosos. En cuántas situaciones embarazosas le ponen y cómo él aguanta estoicamente.

La película, escrita y dirigida por John Michael McDonagh (que ya dirigió a Gleeson en El irlandés) empieza fuerte, en el confesionario con un plano fijo, y una voz amenazando al protagonista. En este arranque se menciona la pederastia en la Iglesia. Este delito no será el protagonista, sino el telón de fondo; por ello enfoca el mundo eclesiástico con repelús para el espectador, aunque los feligreses no se quedan atrás.

Reilly y Gleeson en Calvary

Mientras, el padre James deambula por un descenso particular no a los infiernos, sino a su vecindario, afincado en la bella costa irlandesa. No habría mejor lar para efectuar la crítica al catolicismo: la nación considerada más apostólica expone aquí el lado no moral que esconde su sociedad: corrupción, hipocresía, dolor, soledad,… Ahí está su díscolo rebaño, cada ejemplar hace honor a cada uno de los siete pecados capitales.

Los secundarios están bien escogidos. Kelly Reilly queda bien como hija del cura y dibuja bien la personalidad perdida y suicida de la chica. Domhnall Gleeson, hijo de Brendan en la vida real, interpreta un asesino en prisión demente que le hace un cara a cara interpretativo a su padre magistral. Aidan Gillen aporta una mirada maligna y lasciva a ese doctor, muy en la línea que ya conoce, la de Juego de tronos. Chris O’ Dowd hace un tipo anodino pero incómodo.

La historia no cae en el recurso fácil de ofrecer tintes policiacos y no se interesa en descubrir quién es el causante de la amenaza. Su inicio es retumbante y sórdido pero se mantiene con calma, demasiada incluso para acabar estruendosamente. La fotografía lo tenía fácil con esos verdes y vastos páramos; el ambiente tan apacible y encapotado páramo hace juego con el argumento: cuanta paz y naturaleza dentro de esa neblina gris que hace el paisaje tan afligido. Bonito símil con el religioso, cuánta bondad sufriendo en solitario.

El protagonista no tiene soluciones posibles, porque «da más sentido matar a un buen cura que a uno malo», como advierte su asesino, violado en la infancia por un miembro del clero. La confesión tan interesante marca el sentimiento de toda la comunidad hacia él, porque hay una antipatía generalizada. ¿Metáfora del enfado de la sociedad con la Iglesia? Demasiado pecado hay en el mundo, ese es el mensaje que deja McDonagh, porque su obra viene con sabor de amargura y pesimismo, y a modo de parábola.

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