Pompeya: Cromas bajo el volcán

Pompeya

Pompeya

Título Original: Pompeii

Director: Paul W. S. Anderson

Guión: Lee Batchler, Jane Scott Batchler, Julian Fellowes

Reparto: Kit Harington, Emily Browning, Kiefer Sutherland, Carrie-Anne Moss, Jarred Harris, Adewale Akinnuoye-Agbaje

EEUU – Alemania / 2014 / 105′

Productora: R.P. Productions

En ocasiones, la fórmula planteada por el personaje de Alan Alda en Delitos y faltas (Woody Allen, 1989), aquella que asegura que la comedia no es otra cosa que la suma de la tragedia y el tiempo, tiene una buena parte de verdad. Con el propósito de hacer de reír o sin pretenderlo…

En ocasiones, la fórmula planteada por el personaje de Alan Alda en Delitos y faltas (Woody Allen, 1989), aquella que asegura que la comedia no es otra cosa que la suma de la tragedia y el tiempo, tiene una buena parte de verdad. Con el propósito de hacer de reír o sin pretenderlo. Otras veces, las tragedias más duras ocurridas en la Historia de la Humanidad han servido de inspiración para algunos de los títulos más memorables del cine.

Pompeya no es, de ninguna de las maneras, un ejemplo de la segunda afirmación, pero sí lo es de la primera. En ningún caso pretende la película del inefable Paul W. S. Anderson (nada que ver con su esplendoroso tocayo hacedor de obras maestras) ser una comedia ligera pero la falta de tantos elementos tales como el dinero, el talento, el rigor o el simple sentido común hacen del resultado un despropósito de elevadas proporciones. Primero porque el plumero es el más barato y visible a leguas de distancia; ¿no queda dinero para efectos digitales? Croma, primer plano en plena persecución entrelazado con un cenital muy pintón y a correr. Pero sin duda porque su presunta carga dramática, extraída de todas y cada una de las referencias actuales, es tan impostada que no permite menos que carcajearse.

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Ni una sola escena enlaza la conexión emocional entre personajes, no se hable ya de empatía con el respetable. El batiburrillo de géneros a los que quiere parecerse, sumados al cacao mental de su responsable dirige toda la atención hacia un pobre muchacho que ha perdido a su pueblo y gracias a sus dotes de gladiador enfurecido da con sus huesos en Pompeya. Allí hay más personajes que poco importan en la película más que para hacer que los minutos pasen y poder llamarlo largometraje. Un compañero de celda con malas pulgas al que acaba llamando hermano tras batirse en duelo, una belleza que aparece de la nada y con la que en ningún momento tiene química y un senador muy malo muy malo que tiempo atrás le hizo cosas horribles a su pueblo. Es decir, un collage de control + V con el guión de Titanic (James Cameron, 1997) y Gladiator (Ridley Scott, 2000) como guía.

La única atracción tiene forma de erupción volcánica. Todo el entramado tiene claro su objetivo: la traca final de la historia donde todo sea caos y lava. Aquí la película ofrece la posibilidad de ser benévolo y encontrar en el guión el acierto de legar todo a un tercer acto vertiginoso. La trama del gladiador importa entonces menos que la lógica a los (¡nada más y nada menos que tres!) guionistas y todo el pueblo corre de un lado para otro como pollos sin cabeza. Estas carreras tienen lugar a través de masas humanas, bajo una lluvia de fuego y, por momentos, sobre caballos. Todo muy espectacular. Y muy de telefilme. Si no se cuenta con el presupuesto ni la originalidad para subsanar la falta del primero, no debería hacerse una película así. El volcán y la erupción del mismo lo es todo en este espectáculo y la deplorable fotografía no es mejor que un salvapantallas del antaño hipnótico Windows 95.

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Anderson no solo se pierde entre zarandajas, falta de ideas y una premisa gastada; tampoco tiene la capacidad de dirigir a un elenco con algunas pequeñas alegrías. Con lo que el bolsillo permitía los nombres de Kiefer Sutherland, Carrie-Anne Moss y Jarred Harris elevan el optimismo en los primeros tramos. Sin embargo, el primero se crece ante el poder de su personaje y en su mayor parte se pasa de rosca sin que nadie le frene, mientras que la pareja de acaudalados interpretada por Moss y Harris tienen el peso de una mosca en la trama y sus rostros son puro aburrimiento. Kit Harington (o Jon Nieve para los fans de Juego de tronos) tiene el molde para ser el nuevo Orlando Bloom pero una falta alarmante de carisma para ser el reclamo principal de un producto que, pese a sus esperanzas, es carne de videoclub.

Una ciudad devastada por una erupción volcánica y miles de vidas calcinadas que aún hoy siguen en pie como reclamo turístico. Si esto es lo mejor que se puede sacar de una historia así, que cierren ya el cine, que no da para más.

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