The Zero Theorem

The Zero Theorem: Prisioneros de sí mismos

Si algo tiene el cine de Terry Gilliam, es la obstinación, la persistencia en unas ideas fijas que no se han visto alteradas a lo largo de sus casi 40 años de carrera cinematográfica. Al menos en el aspecto formal, sus películas tienen una personalidad única en la que los planos picados, los grandes angulares, las puestas en escena desmedidas y los personajes alocados son la norma.

 

En The Zero Theorem no se pervierte ni uno solo de esos principios. Por su temática, éste podría ser su filme más ambicioso: un trabajador de una gran corporación con serios problemas sociales ansía poder hacer su labor desde casa porque espera una importante llamada que no podrá atender de asistir diariamente a la oficina. Finalmente, lo consigue cuando se le asigna la misión de probar el teorema cero.

 

Melanie Thierry

En una primera capa más vistosa, la película sigue la estela de los últimos trabajos de Terrence Malick –con un sentido estilístico totalmente distinto, menos poético, más caótico– donde la lucha por encontrar un sentido a la existencia de la humanidad se topa con la soledad y la individualidad. Sin embargo, tristemente esta idea se queda en un segundo plano que intenta aflorar durante todo el metraje, pero a Gilliam no parece interesarle demasiado, cegado por completo por la potente figura de su protagonista, Qohen Leth.

 

La trama le permite tomarse esa fijación como algo natural, pues durante el intento continuo del personaje por encontrar sentido a la vida siempre hay una interrupción que no le permite descubrir la verdad. De cualquier modo, se vislumbran en el libreto algunas ideas inquietantes y con un tirón pasmoso de haber sido tratadas con mayor atención. Cosa que Gilliam deja para un final acelerado en el que el golpe final está enterrado bajo una tremenda parafernalia visual que capta la atención del espectador y ensombrece el curso natural de la historia.

 

Christoph Waltz en The Zero Theorem

Hasta cierto punto es entendible la admiración del director hacia la figura de Leth. Christoph Waltz da vida a este genio atolondrado, encerrado en sí mismo y con miedo a todo lo que le rodea. Lo hace, como es norma habitual en él, con la soltura que se les ha concedido a los actores con talento nato pero trabajado a lo largo de los años. Hay algo en el protagonista, no obstante, que no le permite a Waltz brillar como debería: el corsé cibernético con el que asfixia toda la historia la imaginería de Gilliam. Si en Brazil (1985) o Doce Monos (1995) –con las que guarda varias semejanzas– el futuro distópico estaba representado con una imaginación aplastante pero plagado de austeridad, lúgubre e incierto, de forma acongojante; en éste todo el diseño de producción dibuja una sociedad cibernética asolada por la alarmante falta de presupuesto. Algo que resulta doloroso a la vista por la concepción que tiene el equipo del futuro: ropa de saldo confeccionada con plástico y colores chillones, modelos Twizy de Renault que hoy día se pueden ver por todas partes y el uso de pantallas por toda la ciudad para llamar la atención del ciudadano.

 

A pesar de resultar entretenido para aquellos que disfruten con el universo Gilliam, el largometraje se queda en mucho menos de lo que promete, por culpa de una abnegación sin fundamentos en un personaje menos importante que el nudo de la historia y una falta de presupuesto que empieza a ser el especial de la casa.

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