Un otoño sin Berlín

Un otoño sin Berlín: Las piezas de un rompecabezas roto

El empeño en utilizar el cine para hacer retratos angustiosos de lo difícil que es la vida, lo injustas que son algunas relaciones y las consecuencias que tienen ciertas decisiones para alguien más que para quiénes las llevan a cabo es, a veces, una llamada de atención para que el público vuelque en una sola película todos los dramas que le ocurrieron en el pasado y encuentre esa ansiada identificación que parece obligatoria en cada largometraje que vemos sentados en una butaca. Pero (y este pero incluye enormes letras mayúsculas) las mejores sorpresas llegan cuando una cinta nos ofrece una historia amable que no teme ser dolorosa en ningún aspecto, en lugar de crear un esperpento cinematográfico que se sirva de cualquier guion dramático que únicamente busque que el espectador vea la película con los ojos tristes empañados.

 

Irene Escolar

 

Este es el caso de Un otoño sin Berlín, una película con un profético título que no pretende esconder que lo que se va a proyectar en la gran pantalla no va a ser, ni mucho menos, un paseo alegre repleto de tropiezos y carcajadas. La radiografía que se hace de June, el personaje sobre el que recae todo el peso de un regreso a casa que no vendrá cargado de abrazos y lágrimas de alegría, es, con toda probabilidad, la parte más realista de una película que no pretende presumir de serlo, que en cierta medida se olvida de que lo que cuenta forma parte de una realidad que no solo tiene cabida en el cine, porque más de un espectador habrá pasado por una situación similar en la que las relaciones tóxicas desmoronan todas las demás. Lara Izaguirre ha utilizado su estupendo debut en el largometraje para explicar que los vínculos humanos, los de cualquier tipo, son tan complejos como uno quiera que sean. Siempre y cuando las circunstancias lo permitan, por supuesto.

 

No hay ninguna secuencia de Un otoño sin Berlín en la que no aparezca Irene Escolar. El devastador y mentalmente inestable personaje al que da vida Tamar Novas se ve engullido de forma constante por una Escolar redonda, creíble y, sobre todo, alejada de esa cobardía en la que más de uno caería sin contemplaciones. Y no tiene nada que ver con que ella sea la protagonista absoluta ni con que su personaje sea el que soporta una losa que muchos valientes no podrían aguantar. Tiene que ver, sobre todo, con una capacidad interpretativa que se echaba (mucho) en falta en nuestro cine. Resulta sobresaliente desde el inicio y brillante en un plano secuencia final que hiela la sangre.

 

Tengan cuidado aquellos que han sufrido algún que otro tropiezo romántico recientemente porque Un otoño sin Berlín realmente no hará daño, pero sí dejará alguna que otra muesca molesta que quizá tarde en desaparecer. A grandes rasgos, merece la pena dejarse llevar por la tristeza autoimpuesta que emana de la película para que, al menos, nos haga recordar que, aunque el optimismo no tenga cabida en este caso, en muchas ocasiones mirar hacia delante es la única solución posible.

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