Bergman, por una mirada

Titular El cine moderno existe desde el mismo momento en que comienza a subyacer una tensión entre el cineasta y su artefacto, entre el intérprete y el público. El creador se da cuenta de que la historia o el guión no llegan a decirlo todo: e investiga no tanto los límites como las correspondencias entre la creación y la crítica.

Solemos afirmar, para evitar explicaciones dilatadas, que con François Truffaut (Los cuatrocientos golpes, 1959) y Jean-Luc Godard (Al final de la escapada, 1960) nace el cine moderno, en tanto y en cuanto estos creadores-críticos rompen el canon clásico del espectador, quien juzgaba hasta entonces un filme por la perfección narrativa. Sin embargo, es Ingmar Bergman (adorado por aquellos críticos de Cahiers du Cinéma) quien desafía por vez primera las reglas establecidas.

Antes de Un verano con Mónica (Bergman, 1953), existía la épica (John Ford), el suspense (Hitchock), la comedia (Chaplin), el surrealismo (Buñuel), el terror (Tourneur) e, incluso, la banda sonora que refuerza el dramatismo de las imágenes (Orson Welles)… Pero ningún cineasta se había atrevido a mirar de frente, sin complejos ni ambages (y, lo que es más importante, sin salir de la ficción), al espectador. La cámara, ahora, ya no sólo registra: cuestiona, canta y cuenta al mismo tiempo. Importa, en fin, tanto la expresión como el contenido.

En Un verano con Mónica, el personaje principal, interpretado por Harriet Andersson, está a punto de volver a acostarse con un chico al que ha abandonado. La bella muchacha, avergonzada de sí misma, desplaza su mirada al objetivo, como si estuviese interrogándonos en silencio. Una mirada que Bergman sostiene -en un tristísimo primer plano- durante medio minuto. Podría decirse que, hasta entonces, los actores (constreñidos en sus papeles) interpretaban más bien a figuras. Ahora los espectadores somos, por vez primera, testigos de los pensamientos de un personaje. Entramos en la historia. Conversamos. Juzgamos.

Con Bergman nacen todos esos intermedios (anotaciones, reflexiones, Juegos de verano, asociaciones, exorcizaciones…) que hoy practicamos, involuntariamente, en una sala de cine o en el salón de nuestra casa. El director sueco era un especialista en retratar el momento, el estado de ánimo, el pasaje, el gesto, la circunstancia. Todos sus filmes se resuelven en detalles. Así, en Un verano con Mónica, el genio sueco rompe la narración para celebrar la soledad de una isla, un pecho agresivo, unos muslos desnudos, un rostro adolescente…

Sólo Bergman ha llegado tan lejos por una mirada. Una mirada que detiene el mundo. Que -tomando como testigo al público- lo cuestiona, lo desviste, lo salva de su zafiedad…

Deja un comentario:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *