La mirada de una musa

Me preguntan varios lectores si en realidad existen Alba, Olya, Elena o María –así se llaman las jovencísimas protagonistas de Camas de hierba (Ediciones Vitruvio, 2011), mi primer poemario–. No me incomoda esa curiosidad: yo también intento penetrar en los universos, a veces tan fantásticos, de mis literatos preferidos. A esos ávidos lectores les confieso que algunos de mis personajes, como Olya o Elena, son absolutamente ficticios. Y que otras protagonistas, como la coruscante Alba, si bien están inspiradas en muchachas de la vida real, germinan gracias a la manipulación del lenguaje. De no mediar ese proceso de matiz y claroscuro, el sentimiento podría derivar en el efectismo, en la cursilería y en el desbordamiento. Ahí tienen la explicación de por qué a veces el (pretendido) erotismo se interna en la vulgar pornografía.

Efectivamente, el retrato adquiere su esplendor en la narrativa. La poesía es, según el maestro Octavio Paz, «la otra coherencia, no hecha de razones, sino de ritmos». En este género tan sugestivo, el lenguaje serpea, se exalta, se erotiza y vuelve sobre sus pasos: jamás sigue la línea recta de la comunicación. Rodeado de ese halo de misticismo, el vate, cuando adopta a una persona como modelo, la fragmenta, la canta, pero no la describe con total fidelidad. Maravillosamente enferma de sinestesia, la lírica trabaja con todos los sentidos, a los cuales confunde y mezcla. Así, esta Alba (que en la realidad es una muchacha abstraída, arrubiada y esbelta de caderas) copula con la música, con las metáforas, con las frases, con los silencios…, del poema.

En puridad, si bien la musa puede convivir con el poeta en la realidad, una vez forma parte de la creación, adquiere otra existencia. A esa totalidad poética se refirió recientemente Pere Gimferrer en una entrevista (revista Mercurio, enero de 2011, nº. 127): «El poema sólo triunfará como tal poema si la persona individual se convierte en una realidad absoluta en las palabras: si no, tan sólo sería un poema anecdótico, y no tendría más valor que el privado». Robert Desnos, por su parte, escribió un fulgoroso verso que también le iría como anillo al dedo, en su calidad de musa, a la joven Alba: «Tanto he soñado contigo, que pierdes tu realidad».


Uno pretende, en cierto modo, que sus musas se asemejen a las mejores actrices: a aquellas sensitivas mujeres que, sin descuidar la composición de sus personajes (fantásticos, dramáticos, humorísticos…), inspiran constantemente al creador. En Camas de hierba, uno, para expresar su hastío, su melancolía infinita, sus salvíficas ensoñaciones, sus soledades, sus relaciones con el sexo opuesto…, se apoyó en la belleza hipnótica de la mirada de Alba. ¡Ay, si hubierais divisado aquella mirada entre desvaída y penetrante! Cuando conversábamos, esta muchacha a veces parecía ausente, pero, en un repente, sus ojos –grandes, fijos, profundos– me exploraban, me increpaban, del mismo modo que un niño, en su deseo de regresar al hogar, adopta el silencio como una reacción, como una súplica… Tengo para mí que algunas noches los ojos de Alba eran como «dos nostálgicas panteras», parafraseando a Antonio Colinas. ¡Ojalá volvieran tiempos idos!

Volviendo al proceso creativo de Camas de hierba, yo pretendía que mi universo evocador alcanzase su clímax en el elogio de unos níveos y curvos muslos («son como dos camas de finísimas hierbas») enfundados en la estrechez de los shorts vaqueros. Los muslos de una muchacha inquieta, en contraste con cierta sociedad gangrenada que hace bandera de su ruindad, de su doble moral, de su envidia, de su chismorreo, de su espíritu provinciano (varios de mis poemas están ambientados en el occidente asturiano y en el noroeste lucense). Para fraguar con fruición las danzas, los desdoblamientos, los juegos, las miradas, las apariciones, los purificantes ritos, las suspensiones del quehacer cotidiano, las travesuras…, yo necesitaba tener presente en mi magín una chica sensible, refinada, deslumbrante, misteriosa y elástica. El ensimismamiento y la voluptuosidad de Alba fueron determinantes, sin duda, para que uno no cejase en su empeño. Debió de ser en una de esas excitantes representaciones, en una de esas elevaciones de hipérbaton, cuando la huidiza chica perdió definitivamente su realidad… O cuando uno levantó las vedas de la memoria, consiguiendo cambiar su percepción de las gentes, su relación con los rincones más cotidianos… ¡Tentativas de salvación! ¡Melancolías de la mocedad! ¡Huidas del terrorismo cotidiano! ¡Miradas y susurros al borde de la piscina! ¡Esbeltas caderas!

El siguiente poema, «Novia de nadie», acaso condense el ludismo desmitificador, por distante e irónico, que uno heredó de Cummings o del primer Martínez Sarrión (quien, por cierto, me permitió escribir Camas de hierba bajo su tutela: siempre le estaré agradecido):

¡Pero cómo voy a perder
yo el tiempo escribiendo
para camelarte!
Mi intención única
es que, al verte pasar,
algunos de tus profesores
exclamen
(a medio camino
entre la excitación
y la pavura):
«¡Ahí va Alba,
la novia de nadie!».

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