El título de esta crítica no es aleatorio, Once no valdría lo mismo si únicamente atendiésemos a la historia pura y simple de dos personas que se conoce en Dublín y que se enamoran, aunque ese amor sea imposible, y dejásemos de lado las impresionantes interpretaciones musicales que tiene la película, porque eso también es actuar, y ahí es donde reside la magia de este filme.
La película está cargada de momentos que tocan al espectador, pero prácticamente en casi todos ellos está presente algún instrumento musical. Desde casi el comienzo de la película con el protagonista interpretando Sayitto me now hasta el momento de la grabación de la deseada maqueta en la que se suceden varios temas musicales de gran emoción.
Pero por lo que sin duda esta película ha llegado a tener la fama que ostenta ha sido por su tema principal Falling Slowly, con la que sus autores y protagonistas de la cinta, Glen Hansard y Marketa Irglova se alzaron con el Oscar a mejor canción original. La escena en la cual interpretan la canción en la tienda de instrumentos pone los pelos de punta.
Ahora bien, la película tiene sus debilidades, más si tenemos en cuenta que podría ser considerada incluso «amateur». Sus protagonistas son músicos de profesión y si bien está claro que hay muchas transgresiones entre estos dos campos, eso no quita para que cuando una persona se especializa en algo tenga más conocimientos al respecto. Quiero decir que dependiendo de la parte del filme en la que nos encontremos parece que el protagonista, Glen Hansard, es una persona arisca, seca, en una palabra: borde, pero en la siguiente escena es encantador; un ejemplo claro de esto es la escena en la que ambos están en la habitación de él y le pide que se quede a pasar la noche. Chirría, al menos a mi, no te esperas por cómo se ha comportado antes que vaya a decirle eso. Y no creo yo que sea porque el personaje es así de enigmático, ni siquiera un problema de que el personaje esté mal escrito, simplemente es que Glen Hansard es músico, no actor y hace lo que puede, aunque tampoco lo haga mal.
Dejando la música aparte, la otra gran virtud de la película radica precisamente en la sencillez de su trama. Porque es una historia con la que cualquiera nos podemos identificar, podemos sentir el dolor de ambos personajes y empatizar perfectamente con su situación. La llamada verosimilitud.
Así pues, una película con una factura totalmente indie directa al corazón, con una emotividad aplastante, que se cimenta en la música para avanzar y con la fotografía de un Dublín helador que ayuda a crear el ambiente adecuado para la historia.
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