Por si alguien aún tenía dudas, Javier Bardem deja claro en Biutiful que no es un actor, sino un autor: es decir, el creador de sus complejos personajes. En esta ocasión, Bardem, premiado en el pasado Festival de Cannes, da vida a Uxbal, un antiguo camello que carga a cuestas con sus dos niños y con su bipolar esposa. El personaje, extraña mezcla, es etéreo (posee poderes para hablar con los muertos), pragmático y piadoso. Estas dos últimas actitudes se avienen en Uxbal cuando éste siente compasión por decenas de inmigrantes ilegales hacinados en una planta baja. Unas criaturas que consiguen por medio del propio Uxbal -el cual recibe la debida comisión- sus trabajos inhumanos. Jornadas maratonianas en condiciones insalubres…
Tras esta introducción, considero conveniente profundizar, sin salirme de los contornos de la película, en la capacidad compositiva de Javier Bardem. Desprovisto de esos ademanes y de esos tics con los que suelen adornarse los actores principales (vanos intentos de pasar a la posteridad), Bardem se apoya en su cuerpo, en su presencia desvanecida -la metástasis está devorando a Uxbal-, para expresar, con una precisión de cirujano o de heroinómano (maravillosa la escena en que encuentra rápidamente su vena, tras los intentos fallidos de la enfermera), las frustraciones, los arrepentimientos y los miedos de su personaje. Es un placer contemplar el minado mapa de su rostro, es un goce oír sus quejidos y sus gruñidos (contenidos, para que sus hijos no sufran la verdad) cuando orina sangre. Ese realismo, esa humanidad tan alejada de lo que entendemos comúnmente por declamación, emparenta a Bardem con los mejores actores argentinos (mi tocayo Héctor Alterio, Ricardo Darín, Cecilia Roth…).
El director de Biutiful, Iñárritu, opta por reducir su mundo, prolongando la mirada de Bardem. Lo cual es arriesgado: sin ir más lejos, aquí uno tiene la impresión de que la narración y el montaje (un tanto atropellado) no crecen de consuno con la interpretación. Hay recursos, como la cámara en mano, que pretenden reflejar con veracidad las desventuras de los marginados, pero a Iñárritu le falta ritmo y nervio. Así, sale mal parado de la combinación de escenas estáticas y dinámicas, utilizando una misma cadencia musical (secos arpegios de guitarra) en momentos tan dispares como una rutinaria caminata del enfermo protagonista o una trascendental intervención policial. Cuando Iñárritu aminora el sonido ambiente en una escena dramática, aísla de la historia al espectador, en lugar de subrayar la tensión.
Biutiful, en fin, me deja la sensación de lo que pudo haber sido. Hay ideas, muchas ideas de calado emocional, que no tienen su correspondencia en las imágenes, en el guión y en los sonidos. Lo cual en el lenguaje cinematográfico es un naufragio
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