La sanidad es un negocio. Se mire por donde se mire es así. No hay más que echar un vistazo a los periódicos para corroborar esta afirmación. Si no, ¿por qué tanto empeño en privatizar o «externalizar» según que servicios de la sanidad madrileña? ¿Por qué en EEUU han tumbado la reforma de Obama que pretendía desarrollar una sanidad pública competente? Incluso como servicio público funciona como imagen de marca de un país, que se lo digan a los turistas sanitarios que llevan años visitándonos.
Si la sanidad es un derecho y no un negocio ¿por qué es de las primeras partidas que siempre se recorta en los Presupuestos Generales del Estado? ¿Por qué se limita su acceso a los inmigrantes sin papeles? Para las administraciones públicas es un engorro, la amiga fea con la que tienes que liarte para que tu amigo triunfe esa noche. Una obligación, un grifo abierto que no saben como cerrar. La sanidad, una sanidad de calidad, es una de nuestras necesidades básicas como sociedad. Tiene que ser atendida sí o sí. Y ahí están las empresas privadas, que no ven más allá de los libros de cuentas. Las personas les dan igual, solo el negocio. Y cerramos los ojos. Todos. Si no, ¿cómo es posible que mientras el sida ha pasado a ser una enfermedad crónica en Occidente, siga siendo mortal en los estados con menos recursos? ¿Por qué al Tercer Mundo se le niega el acceso a medicamentos que salvarían la vida de muchos? ¿Por qué nuestros médicos de cabecera nos recetan tan pocos medicamentos genéricos en favor de los de marca? ¡¿Cómo es posible que una farmacéutica sea dueña de un club de fútbol de élite?!
La industria médica es un pastel muy apetitoso del que resulta relativamente fácil coger un buen pedazo. Y aunque el sector farmacéutico sea en el que con mayor visibilidad se aprecia todo esto, es extensible a los demás. ¿Pero a qué viene este ataque contra uno de los motores de la economía globalizada? Pues a que, como ya hiciera en Contagio, Steven Soderbergh vuelve a poner el foco de atención sobre las dudosas bondades del lobby médico.
No hay que llevarse a engaños, Efectos secundarios no es una cinta de denuncia social. Al igual que en la otra, utiliza esta realidad como fondo crítico de su historia, incluso le proporciona alguna trama para desarrollar alguna de sus ideas; pero su función principal es la de contextualizar la acción principal y, por qué no, dejar al espectador rumiando sobre un tema polémico. Por ello expande su campo de visión a empresas, médicos y pacientes y se centra en esos efectos secundarios que aparecen en los prospectos. Porque el título y la historia no hablan solo de los medicamentos en sí, sino de esos efectos secundarios que provocan nuestras decisiones, los más impredecibles y hasta peligrosos. Deja al descubierto nuestras miserias y falta de escrúpulos, pero las envuelve en un aura de ambigüedad que nos induce a empatizar y confiar en los personajes aunque se pueda poner en duda su honestidad en algún momento dado. A este respecto es muy interesante la evolución que sigue el personaje de Jude Law. Mientras en otros siempre está la sombra de la sospecha o potencian su atractivo con golpes de efecto, Law se muestra sibilino. Víctima y verdugo, su arco se extiende a lo largo de gran parte del metraje, funcionando primero como complemento de la acción y luego como conductor de la misma (en este punto es imposible no acordarse de tipos obsesivos como Robert Graysmith o Alan Krumwiede).
Soderbergh construye (junto al guionista Scott Z. Burns) un thriller con claros tintes hitchcoknianos en el que nada es lo que parece y en el que cualquier momento es bueno para dar un volantazo a los acontecimientos, evitando así que los espectadores más perspicaces se adelanten a lo que está por venir. Drama legal, médico, thriller de investigación, análisis de la banalización y «homogeneización» de los trastornos del estado de ánimo… el film abraza y avanza por las distintas definiciones en su eterno compromiso de hacer un cine comercial (con un reparto de renombre del que sobresalen Jude Law y Rooney Mara) que pueda llevar la etiqueta de autor (como no alabar su siempre evocadora y arriesgada fotografía). Como casi siempre, no falla.
Habrá quien quiera un poco más de mordiente o que profundice bastante más en sus críticas, pero el producto que nos ofrece es tremendamente sugestivo y efectivo. Entre tanta mediocridad una pastillita de estas supone un gran alivio.
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