Francia lleva unos cuantos años demostrándonos que se toma la comedia muy en serio. En 2011 colaron su Pequeñas Mentiras sin Importancia entre las más vistas de nuestro país y hace no mucho El Arte de Amar tuvo buena acogida pese a su escasa distribución. Y eso si dejamos de lado maravillas como The Artist o Intocable. Ahora nos llega una nueva demostración de su buen hacer con La felicidad nunca viene sola, una comedia romántica que ha triunfado entre los galos y que destila humor y ritmo por los cuatro costados.
Gad Elmaleh se pone en la piel de Sacha Keller, un pianista de enorme talento que se limita a vivir al día hasta que conoce a Charlotte, una madre soltera de tres niños a la que interpreta Sophie Marceau. Como viene siendo habitual en este tipo de películas, los extremos opuestos se atraen: Sacha le dará a Charlotte la aventura que le falta a su vida mientras que ésta le corresponderá con orden y estabilidad.
James Huth ha conseguido con este filme dos enormes aciertos. El primero lo encontramos en que la química entre Elmaleh y Marceau es indiscutible. Da gusto verlos juntos, se complementan y nos hacen reír mucho más cuando aparecen a la vez frente a la cámara que cuando lo hacen por separado. El otro, aunque tiene un pero, lo encontramos en el ritmo con que está contada la historia. Pese a durar casi dos horas La felicidad nunca viene sola no se hace excesivamente larga y está repleta de escenas en las que la velocidad de los chistes (mucho slapstick) es su mejor arma.
El «pero» lo encontramos en el último acto de la película. Con todo lo importante mostrado y el filme a una escena de su resolución Huth tira del freno de mano para tratar de añadirle algo de drama y tensión al asunto. El resultado es un filme unos 20 minutos más largo sin que haya necesidad de ello y, mucho más importante, la destrucción total del buen ritmo del que había hecho gala en los 90 minutos anteriores. Por otra parte, el peso de los protagonistas en la trama hace que muchos de los secundarios pasen desapercibidos y lleguen a lastrar bastante la historia en este terrible último acto. En especial François Vincentelli, cuya presencia en la cinta se justifica por una única escena que el director podría haberse ahorrado perfectamente.
Por encima de todo tenemos una comedia muy recomendable regada con bonitas imágenes de París y una buena banda sonora plagada de referencias cinematográficas (Casablanca es omnipresente en toda la obra) y una crítica velada a los peces gordos de la industria de la publicidad a los que pone cara un François Berléand (saga Transporter) más serio que nunca.
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