Resulta que Channing Tatum, ese actor bonachón que tan pronto tensa los músculos para un Puños de asfalto (Dito Montiel, 2009) como dibuja una gran sonrisa en Infiltrados en clase (Phil Lord, Chris Miller, 2012), en su juventud bailó semidesnudo ante mujeres para poder sacarse un dinero fácil.
Steven Soderbergh, ese cineasta que hace años despuntó con su debut Sexo, mentiras y cintas de vídeo (1989) y que es capaz de reclutar un reparto lleno de superestrellas y rodar una de las sagas más taquilleras de la historia, pero también de perderse él solo en “experiencias” que únicamente le interesan a él, vio un auténtico negocio en la vida del joven intérprete.
Ambos se pusieron manos a la obra y ahora nos llega Magic Mike (2012). La recreación, más o menos realista, de las andanzas del tierno Tatum en donde nos encontramos con fiesta, cuerpos esculturales, diversión, sexo, drogas y bailes.
Si esta película no llevase el apellido de su director con los referentes que eso trae inevitablemente a la memoria, sería exclusivamente un divertimento muy entretenido, como también lo es American Pie (Paul y Chris Weitz, 1999). Es decir, hay atrevimiento (los abusos no son temerosos del juicio de la calificación, lo que habría restado la mayoría de los puntos al resultado), tiene la inteligencia de un realizador que sabe descontrolarse y dejar su huella hasta en el título más comercial y no escatima en diversión adulta, entregada a raudales. Pero eso, aún intentándolo considerablemente, no distrae de la falta de interés que esta historia tendría sin todos los fuegos artificiales (y los semidesnudos) con los que está revestida.
¿Se tiene merecido el señor Soderbergh perder la seriedad y volcarse en proyectos decididamente gamberros? Por supuesto, ¿por qué no?. Ésta magia de Mike, al igual que la saga Ocean, es un proyecto correcto, alegre y, sobre todo, un bombazo en taquilla que avala la decisión de seguir adelante más que cualquier argumento que yo pueda poner en contra. Sin embargo, la continua sensación (una vez más, al igual que en la saga Ocean) de que el guión lo podrían haber escrito tres amigos de borrachera en su casa saldando así sus frustraciones, es palpable durante todo el metraje. No está prohibido pasárselo bien en un rodaje, cuanto más ameno, más se transmite al público, pero (todos lo sabemos) el director de Solaris (2002) es pedantería pura y esto, junto con sus descalabros ininteligibles hasta para él mismo, hace que su autoproclamada maestría sea razonablemente puesta en duda.
Los trabajos de los intérpretes demuestran la buena mano que tiene el director para escoger a sus actores. Desde el propio Tatum, quien además de músculo (no exento, ni mucho de menos, de neuronas) y una química con la cámara cada vez mayor, entrega aquí la que probablemente sea su mejor labor hasta la fecha. Propiciada quizá por la carga personal que conlleva y el saber que el proyecto es más suyo que de nadie, hace que su personaje aporte el único misterio que contiene la cinta gracias a un ente inquietante proveniente de esa relación tan especial que surge entre la propia historia y él. Le acompaña un perfecto Alex Pettyfer (Soy el número cuatro [D.J. Caruso, 2011]), que encarna esa primitiva figura perdida que necesita de alguien como Mike (Tatum), el perfecto antihéroe, para ser encauzada. Lo mejor de la función, sin embargo, es el Matthew McConaughey más divertido que se recuerda. Se desmelena por completo y sigue haciendo el mismo papel de siempre, pero esta vez le sienta tan bien que le perdonamos todo.
El resto del plantel lo forman caras conocidas con nombres desconocidos que son el perfecto acompañamiento del trío protagonista, incluido el propio guionista Reid Carolin.
Unas aventuras de chicos strippers que divertirán a cualquiera que acuda a verla (tanto hombres como mujeres, no hay que dejarse llevar por los esculturales cuerpos exhibidos) pero con demasiada poca personalidad para tener un autor tan personal como director de orquesta.
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