Como toda (o casi toda) ópera prima, Todos tenemos un plan peca de querer abarcar demasiado, intenta contar muchas cosas y no rasca más que la superficie. Ana Piterbarg (directora y guionista) es una mujer valiente, pero el proyecto le viene grande. ¿Venganzas? ¿Cambio de identidad? ¿Vuelta a casa? ¿Descubrimiento de uno mismo? ¿Crisis existencial? Un poco de todo y mucho de nada. Piterbarg, como las abejas que aparecen en el film, va de flor en flor sin saber muy bien a dónde se dirige.
Todos tenemos un plan es la historia de un hombre acomodado que (sin que nos lleguemos a enterar nunca) se siente atrapado y huye al pueblo donde se crió, haciéndose pasar por su hermano. Una vez allí se ve abocado a una vida delictiva y ha de hacer frente a los problemas que persiguen a su desdichado gemelo. Entre medias, una metáfora sobre la jerarquía en los panales de abejas sin relación con la trama y personajes sin desarrollar.
Ilustrativos de esto son los casos de Daniel Fanego y Soledad Villamil, cuyos roles no aguantan una mirada profunda, no tienen nada más allá de lo que vemos en pantalla y tampoco funcionan como detonantes de la acción, sino que actúan en base a las decisiones de los personajes de Viggo Mortensen. Es el actor de origen danés quien lleva el peso de la acción, todo gira en torno a él. Este desequilibrio no sería un problema si, como decía al principio, las motivaciones del protagonista estuvieran claras, pero la directora se las esconde al público. Actúa pero no sabemos porqué y no llegamos a empatizar con él. Y a pesar de esto, el trabajo de Mortensen es formidable. Consigue que los dos hermanos (a pesar de su hermetismo emocional) sean diferentes, resulten creíbles y que no pensemos en el intérprete, sino en Agustín y Pedro.
Mención destacada se merece otro de los olvidados secundarios, Javier Godino, que muta su acento español por completo. Con trabajos como este o el de El Secreto de sus ojos, es incomprensible que el madrileño no tenga un mayor reconocimiento en casa.
Todos tenemos un plan es un thriller fallido. Dedica grandes esfuerzos a crear la ambientación y cuida mucho las localizaciones y la fotografía (que le da cierto toque indie), pero su historia no atrapa al espectador y sus dos horas se hacen cuesta arriba. Ana Piterbarg muestra una mirada demasiado contemplativa, no genera conflictos reales hasta el último tercio del film y esconde de forma intencionada muchas de sus cartas a la platea. Y ésta se da cuenta enseguida.
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