Cuando allá por el 2008 Sean Penn presidió el jurado del festival de Cannes decidió otorgarle el premio del mismo a la atrevida película sobre la vida del político Giulio Andreotti Il Divo (Paolo Sorrentino, 2008). Surgió entonces entre el director italiano y la estrella de Hollywood una relación profesional en la que el actor le propuso al cineasta ser el protagonista de su próxima película.
Cuatro años más tarde llega a las carteleras españolas Un lugar donde quedarse en la que el intérprete americano se mete en la piel de un rockero cincuentón retirado que decide buscar al torturador de su padre tras la muerte del mismo.
La premisa es ingeniosa y suficientemente atractiva como para que no sea un fracaso absoluto. Sin embargo, el mensaje de la historia no está suficientemente establecido y lo que comienza siendo una simpática comedia sobre la vida de una estrella de la música retirada que en su momento se pasó con las drogas termina por convertirse en un batiburrillo de propuestas que podrían dar lugar a cinco películas distintas. Te puedes reír con el drama y puedes llorar con la comedia («Comedia = Tragedia + Tiempo» Alan Alda en Delitos y faltas (Woody Allen,1989). Sin embargo, englobar al Lynch más lacrimógeno (Sorretino alude a Una historia verdadera [David Lynch, 1999] como el principal referente), una road movie con sabor al Wenders de Paris, Texas (1984), escenas metidas con calzador para demostrar lo pretendidamente indie que es la película y el toque detectivesco que adquiere la historia a partir de mitad de metraje llevan al espectador a un estado de confusión que alcanza su punto álgido en el final.
El rey de la función es Penn con esa caracterización tan abiertamente influida por el líder de The Cure, Robert Smith. El dos veces ganador del Oscar es uno de los mejores actores de la actualidad y aquí tiene un reto importante por delante pero la parsimonia con la que él ha entendido al personaje quizá exija demasiada paciencia al espectador. La languidez de su caminar y el desánimo de su forma de hablar resultan enternecedores en un principio pero extenúan hasta el punto de desear cogerle por los hombros y sacudirle viendo como el pelucón se le agita cual palmera al viento para suplicarle que espabile.
La manera de contar relatos de Sorrentino es muy personal. Su cámara recuerda a Paul Thomas Anderson, todo perfectamente coordinado sin dejar nada a la determinación de otra cosa que no sea su visión. El contraste constante entre primeros planos, fijos, panorámicas y la lentitud en el progreso de los acontecimientos se reconocen como un sello de autor.
El gran acierto se encuentra en la elección de las localizaciones: en Dublín con el descarado enfrentamiento entre pasado y futuro encarnado en el estadio y las casas de bajos fondos; durante el viaje de Cheyenne por Estados Unidos para encontrar a Aloise Langer donde los áridos desiertos de Nuevo México así como los nevados parajes de Utah se ven provistos de una luz y una fotografía espectaculares por parte de Luca Bigazzi.
Además de la perfecta compañía de la fotografía surge una comunión con la música. El título original de la película (This must be the place, más acorde con la temática que la traducción al español) no es baladí, Talking Heads compusieron una canción llamada así que se puede escuchar a lo largo de toda la cinta y su líder David Byrne, compositor de la genial banda sonora, hace un cameo con actuación musical incluida.
Quizá no fuese esto lo que Sean Penn tenía en mente cuando le pidió al cineasta de Nápoles que le escribiese un papel pero, pese a ciertas salvedades y confusiones, es una historia original que ofrece una vuelta de tuerca a temas tan manidos como el Holocausto, la venganza, la soledad, el arrepentimiento o las rencillas familiares acompañada por unos cortes musicales impresionantes, como toda buena película independiente que se precie.
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