Rellán, una presencia sobria y emocionante

Hay en el cine patrio una prodigiosa raza de actores (los más jóvenes rozan hoy la cincuentena) que, gracias a sus infinitos recursos de naturalidad, parecen haber interpretado toda la vida un papel concreto. José Luis Garci prolongó esta tesis en su extinto programa ¡Qué grande es el cine! (La 2): «No hay un actor americano que pueda hacer lo de Miguel Rellán en El bosque animado (J. L. Cuerda, 1987)«. El personaje al que se refiere Garci es, en efecto, el benévolo fantasma de Fiz de Cotovelo, que vaga en pena por la gallega fraga de Cecebre, donde un buen día se topa con Fendetestas. Este bandido afable (encarnado soberanamente por Alfredo Landa) y el ánima entablan una de las amistades más entrañables de nuestro cine. Paradójicamente, el elogiado Rellán -tan modesto como exigente- siente «una especie de respetuoso desprecio por ese personaje unilateral que tan poco trabajo me costó interpretar«.

Humanizar el mito

«No hice de fantasma -me confiesa Rellán, de 65 años-, sino de un hombre que se cree un fantasma«. Tal vez ahí esté la clave. El talento del actor para humanizar (a través del humor, de la melancolía y de la desesperación) un personaje mitológico, sorteando la astracanada. El talento, en fin, para preservar (de la mano del magnífico guionista Rafael Azcona) ese característico sincretismo gallego (los miedos más ancestrales se mezclan con la descarnada realidad) que revolotea por la obra de Wenceslao Fernández Flórez (el autor de El bosque animado). Por otra parte, el inteligente Rellán no interpretó exactamente a un fantasma, sabedor de que, como defendiera Fernán-Gómez, el empeño del actor es metafísicamente imposible, porque no puede ser otro (y mucho menos un ánima): «Inevitablemente actúas. O, mejor dicho, haces de ti fingiendo«.

Tomar «en serio» la comedia

Este Rellán es un partidario absoluto de la austeridad: «En la comedia, la gracia está en la situación, como dijo Billy Wilder. No hace falta, por tanto, que hagas el payaso o pongas una cara rara. Es más preferible que te tomes en serio el desastre que está sucediendo, pongamos, en la mesa«. En ese sentido, el extraordinario trabajo realizado por el actor tetuaní en Tata mía (J. L. Borau, 1986), que le valió un Goya (convirtiéndose en el primer actor en ganar tal premio), debería ser visionado obligatoriamente por cualquier aprendiz de fingidor. Rellán (que interpreta, sin caer en la caricatura, a un falangista receloso) no irrumpe en el cuento de hadas: lo rompe. Este espigado actor secundario impregna la casa familiar con emanaciones de un impetuoso carácter (que es el de otra época, ya concluida), poniendo al servicio de Borau (quien no duda en exprimir los planos generales) la práctica totalidad de su cuerpo.

El milagro interpretativo

Poco importa que el rostro de Rellán no sea demasiado expresivo o donoso. De la misma forma que su presencia desprende en la pantalla un magnetismo envidiable, sus silencios y sus fraseos (el efecto de formar, enunciar y entonar las oraciones) son tan emocionantes, convincentes y sobrios que llegan a superar las deficiencias de algunos guiones parcos. «Toda mi aspiración -afirma el cómico tetuaní- pasa por conectar con uno de los espectadores». Unas veces de forma soterrada (cuando la gracia y la ironía se aúnan bajo un poso de amargura: tomemos como ejemplos la serie de TV Compañeros; El bosque animado; las dos entregas de El crack, 1981 y 1983, de Garci; Sangre de mayo, 2008, también del mismo cineasta) y otras con risotadas más o menos abiertas (Amanece, que no es poco, 1988, de Cuerda; El vuelo de la paloma, 1989, de García Sánchez; La vida alegre, 1987, y Bajarse al moro, 1988, ambas de Colomo), ese «milagro interpretativo» se da en la mayor parte de sus trabajos. Qué duda cabe.

Una metodología teatral

Miguel Rellán«¿No resulta injusto que no celebremos su magisterio, que no les convoquemos para nuestras reuniones de sociedad, que no les llamemos para nuestras películas, que no premiemos su experiencia?», escribió hace un tiempo en El Mundo Méndez-Leite. El realizador y crítico se refería a nuestros eminentes actores maduros, secundarios en su mayoría, como Emilio Gutiérrez Caba o el propio Rellán. Si bien es cierto que en el celuloide la carrera del tetuaní es vasta (unas setenta películas alumbran su currículum), siendo dirigido por algunos de los más grandes cineastas españoles (Fernán-Gómez, Saura, García Berlanga…), a mí también me indigna verlo haciendo algunos papeles insignificantes (y pienso, por ejemplo, en Tasio, 1984, de Armendáriz; en Sé infiel y no mires con quién, 1985, de Trueba; o en Cómo ser mujer y no morir en el intento, 1991, de Ana Belén…), muy por debajo de sus posibilidades. Lo cual demuestra, en su reverso, la asombrosa capacidad de este intérprete para (re)crear un personaje, al cual otorga -en un tiempo muy reducido- infinitud de matices. Y es ahí donde interviene la metodología aprendida en el teatro, ese noble arte que ensalza el estudio interior («La dificultad radica en saber cómo es tu personaje; si bosteza, si llora, si se ríe, si se cabrea…, es secundario», confiesa Rellán), el perfil, la réplica, la escucha. ¿El resultado de tanto trabajo? Los actores protagonistas se sienten escoltados: y la historia avanza.

«Nosotros, la generación del teatro independiente y clandestino -me confirma Rellán, parafraseando a su colega Santiago Ramos-, nos promocionamos fatal. Claro que nos metimos en este oficio para cambiar el mundo, no para ser actores famosos. La idea del grupo, del proyecto, de la función, siempre estará en nuestra mente por encima de cualquier individualidad». Ojalá el presente artículo sirva para poner de una vez por todas en su lugar a este fabuloso guardaespaldas, sobre quien se edifica la solidez de muchos repartos; a este profesor de funámbulos que contiene (y dota de credibilidad) como nadie a los personajes excéntricos; a este Rellán cuyo discurso cadencioso siempre desprende autoridad. Y embelesa. En el escenario o en la cafetería.

 

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