Los Descendientes

Los Descendientes: La tragicomedia de lo cotidiano

Los acontecimientos más comunes de la existencia van pasando uno por uno hasta que se ven interrumpidos por una mala noticia, una muerte, un engaño, un despido o la simple y absorbente soledad. Evidentemente esto es una forma muy negativa de ver la vida ya que también ocurren cosas buenas, pero eso no le interesa tanto a Alexander Payne. El director americano está prendado por la cotidianidad del drama, al que siempre dota, por cierto, de un acompañante de lujo, un afilado sentido del humor.

 

Los Descendientes

 

Comedia y drama o la inexorable mezcla de ambas. Alexander Payne es un experto en llevar a la excelencia la tercera opción. Un poquito más serio que en Entre Copas, Payne coloca al protagonista de Los descendientes al borde de una situación frustrante en medio de un momento de transición vital. Con un tono negruzco y cercano a aquella road movie titulada A propósito de Schmidt, donde un portentoso Jack Nicholson reflejaba el patetismo humano con ternura y mucha comicidad, el realizador profundiza en la pesada responsabilidad de un adulto envuelto en dos combates internos. Uno de ellos es afrontar el engaño de su mujer, que además está en coma y la educación de dos hijas con un comportamiento poco ortodoxo. Y el otro es decidir qué hacer con unas tierras heredadas mientras decenas de primos esperan con ansia  su determinación.

 

La trama se desarrolla por los rincones más vulgares de un paraíso llamado Waikiki, en Hawai, una isla donde puedes elegir entre el lujo vacacional o la rutina más exasperante. El archipiélago no es ni más ni menos que un reflejo de la dualidad interna a la que se somete el protagonista, Matt King. Su voz en off nos introduce en su universo, con su mujer en coma y su inexperta paternidad tiritando ante el desafío de educar a sus irreverentes hijas.

 

Los Descendientes

 

Alexander Payne realiza una tragicomedia excelente sobre la muerte, el amor, el engaño, los hijos, la familia y la naturaleza. Sobre la vida. Pero es George Clooney quien eleva Los descendientes a la categoría de película imprescindible. El hombre que durante tantos años fue catalogado como el ser más atractivo del planeta se pone camisas horteras y ridículos bermudas para interpretar al tipo más común que te puedas echar a la cara. Y lo consigue. De hecho, consigue que un personaje simplón sea un ser excepcional. Únicamente necesita su sonrisa. Clooney se siente cómodo con la comedia, sus gestos, sus miradas o su forma de correr son gags por sí solos en esta película. Sin embargo, la emoción no se desata en el espectador hasta que Clooney se cabrea, llora o grita. Un trabajo soberbio.

 

Su huida a otras islas del archipiélago no sería ni la mitad de intensa sin sus dos hijas, la pequeña, que no termina de asimilar el drama, y la mayor, interpretada por la brillante Shaliene Woodley, que empieza siendo una adolescente introvertida y borde y acaba por convertirse en el apoyo principal de su padre. A este trío hay que añadirle el amigo de ésta última, un adolecente torpe e insensible con un fondo, sin embargo, bastante más complejo de lo esperado.

 

La obra de Payne es redonda, sencilla sólo en apariencia. Los descendientes camina por la tristeza más amarga, la del arrepentimiento, pero también aporta toques de un humor inteligente y universal. Un nudo en el estómago, una carcajada limpia y una sensación de pérdida. El talento de Alexander Payne.

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