Tierra Prometida

Tierra prometida: Cuestión de principios

Tierra Prometida nos sumerge en un revelador viaje que bien podría constituir un acercamiento a la actual América Profunda. Un lugar donde el deporte nacional es el beber sin miramientos y donde los autóctonos visten con camisas de franela, botas gruesas y gorras con la visera bien ceñida.

 

El experimentado director Gus Van Sant nos sitúa con celeridad en tierras sobradamente fértiles pero poco prósperas en conjunto. Como espectadores, nos adentramos en dicha zona rural en forma de un confiado Matt Damon que, junto a una cínica Frances McDormand, llega a un pequeño pueblo en calidad de representante de una multinacional del sector energético con el objetivo de adquirir la mayoría de sus tierras a un precio más que razonable. Con un contrato en una mano y un bolígrafo en la otra, la acogida supera sus expectativas. Pero, de la noche a la mañana, pasan de ser amables visitantes que traen riqueza y una vida mejor a convertirse en codiciosos vampiros sin miramientos, moral, ni escrúpulos.

 

Tierra Prometida

 

El planteamiento propuesto suscita el suficiente interés para mantener la atención en la historia y la cinta arranca con conseguida espontaneidad, con diálogos fluyen con facilidad y Damon se hace rápidamente con la situación. El de Cambridge es un valor seguro desde hace tiempo. Aparece en escena y llena la pantalla con su simple presencia. También ayudan los puntos cómicos que el guión del propio Damon y John Krasinski (otro de los protagonistas de la película) imponen a un buen número de situaciones.

 

En relación a esta línea, es reseñable como Damon y McDormand consiguen que nos mantengamos a su lado y confiemos en ellos como abogados del diablo, sin ceder ante una convincente voz de la experiencia y el empuje justiciero de un joven ecologista. Un buen trabajo el de la pareja protagonista, que da credibilidad a dos personajes con características y actitudes muy diferentes pero una suficientemente importante en común: su denotada profesionalidad.

 

Contextualizada a base de bellos paisajes y transitados bares donde aliviar la rutina y cantar en la noche del micro abierto, la película avanza con presteza hasta que uno se impacienta por conocer el desenlace de lo que parecía ser la crónica de una expropiación anunciada. Lo sorprendente es que (que se detengan los que no quieran pistas) un relato tan bien llevado y que destaca por su naturalidad y por la verosimilitud que rezuma, se decida, en última instancia, por un derrotero tan conciliador, decepcionante y poco acorde a la cruda realidad. Un buen trabajo echado por tierra que, de todas maneras, merece un atento visionado por unas más que decentes tres cuartas partes de guión, actuaciones a la altura y una fotografía fría y austera.

 

Destacable la figura de los mini-caballos como obvia metáfora de la necesidad de proteger los símbolos de nuestra identidad.

 

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