Selton Mello, a quien habrá alguno que recuerde de su participación en Lope, es un respetado intérprete en su Brasil natal que ha sorprendido a propios y extraños con El payaso, su segunda película detrás de las cámaras. Un millón y medio de espectadores han avalado a esta pequeña propuesta que no solo dirige y protagoniza, sino que coescribe y edita. Un Juan Palomo a la brasileña.
Mello nos presenta a un payaso en plena crisis existencial, ha perdido la confianza en sí mismo y tiene una obsesión malsana con los ventiladores (un mcguffin que no lo es tanto, un objeto que tiene más de físico que de metafórico y que nos distrae al cobrar excesiva relevancia en la trama). Y rodeándole, un peculiar grupo de artistas circenses que dotan de humanidad a un film pretendidamente onírico.
Apoyado en una cálida fotografía de fuerte tonalidad amarilla y algo saturada, además de unas localizaciones donde predominan los espacios abiertos y aislados del mundo «real», Selton Mello construye un verdadero cuento que nos invita a dejar volar la imaginación. Y es que, con un poso más dramático, El payaso es comparable a algunas de las fábulas de cineastas como Javier Fesser o Jean-Pierre Jeunet. El ambiente circense en el que se desarrolla la trama (incluso se llega a representar un número completo) es muy propicio para crear esta atmósfera.
Con el apartado interpretativo muy bien trabajado (donde destaca el veterano Paulo José) y un ritmo bien medido (entre tanta anabolizada producción que supera las dos horas como si tal cosa, sus compactos 88 minutos son todo un ejemplo de concisión), este viaje (físico y emocional) que nos propone el artista brasileño sobre la vocación y el ser fiel a uno mismo nos recuerda que no existen las pequeñas historias, sino las que nos llegan al corazón y las que no. El payaso es de las primeras.
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