Jean-Marc Vallée, director al que la crítica tiene en alta estima gracias a C.R.AZ.Y., es un hombre ambicioso que lo arriesga todo con Café de Flore; una película sobre el amor, que reflexiona sobre la existencia de las almas gemelas y, de ser así, ¿condicionan nuestras vidas? ¿podemos elegirlas? ¿qué haríamos por conservarlas? ¿y por encontrarlas? Para plantear estas dudas (las respuestas, como siempre, dependen de cada espectador) el director construye dos historias que transcurren en paralelo, pero en tiempos y espacios diferentes. Una tiene como protagonista a una madre (Vanessa Paradis) y su hijo con Síndrome de Down, que entabla una fuerte amistad con una niña de su edad en el París de los años 60; en peso de la otra recae sobre un afamado DJ (Kevin Parent) que se debate entre dos mujeres: la madre de sus hijas y su actual pareja.
Entre ambas historias hay numerosos paralelismos. El más evidente es el que da nombre a la película, Café de Flore, canción que levanta el ánimo a Laurent (el niño) y Antoine (el DJ), y que en determinados momentos funciona como transición entre una narración y otra. A nivel estructural las semejanzas tampoco son muy sutiles (incluso aparece una voz en off al comienzo del film que pone una frente a la otra). Las relaciones que se forman entre los personajes e incluso el comportamiento de estos ante las decisiones de los otros no difiere demasiado.
Pero se trata de historias inconexas, sin ninguna relación entre sí. La impresión que producen es que estamos ante dos películas en una. Por separado son muy interesantes. En la parisina somos testigos de los titánicos esfuerzos de una mujer por que su hijo tenga una vida larga y lo más normal posible. En la otra, situada en el Montreal actual, a través de una serie de flashbacks conocemos a los personajes y descubrimos cómo Antoine abandona lo que parecía una vida predestinada, por iniciar otra relación. ¿El problema? Luchan entre sí y parece que una de las dos «películas» sobra.
Un proyecto muy ambicioso y estimulante para el público, pero que se le va de las manos a Vallée cuando ha de buscar una explicación que enlace las vidas de todos estos personajes. El director canadiense se apoya en un elemento que rompe con los territorios en los que se estaba moviendo hasta entonces y se adentra en terrenos desconocidos para un espectador desconcertado, pero que a estas alturas de metraje se aguanta e intenta seguir el juego, aunque temeroso de que el film se desmadre por completo.
Lo extraño de la situación es que si esta justificación que propone Vallée para fusionar las historias parece totalmente improvisada, el desenlace que escribe a partir de las nuevas opciones le reconcilia con el público. Una jugada peligrosa de la que no sale de la todo mal parado, porque corre el riesgo de jugar con la inteligencia de la gente.
Hay, además, tres elementos que aunque brevemente, es preciso resaltar a favor de Café de Flore. El primero es la música, gran protagonista de la propuesta y partícipe de la vida de los personajes. Estos representan el segundo. El director reúne a un excelente cast que se vuelca con la película y saca grandes interpretaciones, especialmente las féminas: Vanessa Paradis, Hélène Florent y Evelyne Brochu. Y el tercero es la tremenda sensibilidad de la que hace gala hacia los afectados por el Síndrome de Down, enfatizando la humanidad y el amor por encima de todo.
Y un pero. Un pero en forma de último plano. ¿Por qué? Un plano insignificante que alude a una frase de Antoine y de la que nos olvidamos enseguida. Un plano que como ocurriera, por ejemplo, en Prometheus (este es más corto) sobra. No aporta nada, y solo mancilla el proyecto.
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