Hay vida más allá de Intocable, por supuesto. François Cluzet se atreve con todo, y ahora, el peso pesado de Francia da vida a un regatista inmerso en travesías trasatlánticas, como le demanda su nuevo personaje: Yann Kermadec es un hombre maduro que por fin cumple el deseo de dar una vuelta al mundo en solitario, en la regata Vendée Globe, en sustitución de Frank (Guillaume Canet). Con lo que no contaba era con sorpresas como Mano Ixa, un joven mauritano que viaja con él como polizón. Así emerge una expedición interna para él, más allá del temporal en alta mar.
Christophe Offenstein dirige su primer largometraje después de una carrera como director de fotografía; el director novel rueda con maestría en este espacio en abierto, y superando las dificultades dentro de un barco de verdad. Así, cámara en mano, las complicaciones de la regata se reflejan de la manera más sincera, y hasta el espectador puede sentir el viento en su rostro e imaginarse cómo es estar en tal percal junto al marinero Cluzet.
Pero al cineasta galo no le interesa transmitir sólo con los encuadres realistas y sufridos, sino también lo que sienten por dentro estos personajes a la deriva. Más allá de la narrativa visual, la película muestra el cara a cara de Yann frente a su tripulante, frente a su familia, o frente a sus patrocinadores. Por eso, el elenco actoral queda más en segundo plano. Guillaume Canet, aparece en un papel muy modesto que le hace parecer como «la estrella invitada» de la cinta. José Coronado tiene su sitio dentro de esta coproducción internacional, en donde personifica el lado empresarial de la travesía. Hasta el joven Samy Seghuir, que actúa correctamente, reluce menos que el personaje principal.
Lo que parece en un principio un relato sobre una expedición deportiva, aguarda una metáfora sobre las desigualdades en el mundo y una visión sobre las relaciones humanas, las cuáles se plasman en la lejanía, en tierra, salvo la principal en la que se centra el filme, esa relación fortuita marinero-polizón que surge en pleno mar y que deben luchar en común frente a las adversidades. Todo está contado a grandes rasgos, pero los justos para que lleguen al espectador.
Cierto que la historia es previsible, y algunos detalles –como la persistente alusión a la hija y su clase del colegio- no aportan demasiado a la trama en cuestión, aunque no desubica ni desordena excesivamente. Christophe Offenstein firma una obra que recoge grandes tempestades en alta mar con inmensa sencillez, y una relación inconexa con desbordante humanidad. El cineasta finiquita su narración con una llegada más que edulcorada con el Knochin’ on Heaven’s Door, pero dados los pasos pequeños que va dando la historia, ese final no cae en lo cursi, sino en lo modesto.
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