Si uno no va preparado para lo que le espera con esta película, pueden ocurrir dos cosas: dejarse llevar por la locura que se le propone y aceptar todos los recovecos de una historia muy tramposa o aburrirse soberanamente sin entender la locura sin sentido que tiene lugar en la pantalla. Es decir, el tópico por antonomasia: la amas o la odias; mejor dicho, la comprendes -y entonces la veneras- o no sabes qué te están contando y te quedas igual que dos horas antes del visionado, pero con 115 minutos menos de vida.
Si elegimos embelesarnos por las paranoias del señor Leos Carax, entonces sin duda disfrutaremos de una imaginería desgarradora. La inventiva de la mente del director francés es sublime, desbocada y sin límites. No importan las incoherencias narrativas, la falta de un nexo creíble que explique racionalmente lo que se está contando; únicamente es necesario dejar la mente en blanco y que segmento tras segmento se nos sorprenda, sea esa sorpresa negativa o positiva. Porque visionada como una colección de cortos, la película, al menos globalmente, gana enteros. Sin embargo, desgranados uno a uno nos encontramos con joyas pero también con ladrillos de difícil digestión. Por no desvelar nada, baste decir que el poderío visual de la historia en la que hace su aparición Kylie Minogue parece no pertenecer a la misma persona que ha filmado el corte sobre la anciana que pide dinero en plena ciudad.
Pero si el espectador es de esos que aprecia el cine convencional y necesita del prehistórico sistema presentación-nudo-desenlace para entender lo que está viendo, la propuesta le resultará desasosegante, en el peor sentido del término. Nadie pone en duda el banquete para los sentidos que representa esta sutil locura descontrolada, el problema viene cuando aquel que visiona necesita algo más que un bonito envoltorio para disfrutar. El cine es libre y el que un largometraje no se atenga a unos cánones no implica necesariamente que deje la pureza de lado, no obstante, el resultado es menos fructífero si solo se implica con la forma pero no con el contenido. Es difícil dilucidar si la poca información que se tiene respecto a la limusina en la que viaja el protagonista, así como su labor para la compañía que le provee de archivos, es algo premeditado o una solución de urgencia con la que dar credibilidad a tanto delirio.
El trabajo de Denis Lavant es supremo, sin embargo. Mendigo, asesino, modelo, padre, político… sabemos que es el mismo actor (con un rostro tan reconocible, ¡cómo no darse cuenta!), y aún así, es capaz de mimetizar de tal manera con las vicisitudes del trabajo en cuestión que podría haber interpretado todos y cada uno de los papeles de la cinta y el resultado no habría disminuido en absoluto. Con el permiso de Lavant, quien sorprende gratamente es Kylie Minogue, alejada de la figura de diva pop construida durante su longeva carrera y resultando exitosa en su empeño de hacer olvidar que en algún momento apareció por la terrible Street Fighter (Steven E. De Souza, 1994).
Como reza el cartel de la producción, se trata de «una sublime locura» que para quienes se posicionen del lado más artístico del cine resultará un gustoso dulce, mientras que los más académicos elegirán olvidar, sea sublime, locura o simple engaño.
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