Para muchos occidentales consumidores de telediarios que pasan por las noticias internacionales con vuelapluma (entre los que me incluyo), el conflicto palestino-israelí es una guerra desconocida. Son entendidos únicamente los puntos más problemáticos y con ellos nos atrevemos a debatir. Pero el verdadero enfrentamiento bélico proviene de odios enraizados profundamente que solo alguien con vivo interés por el tema, ya sea por la necesidad de saber o implicaciones personales, comprende completamente.
Con Una botella en el mar de Gaza, adaptación de la novela homónima de Valèrie Zenatti, el realizador francés Thierry Binisti propone una visión optimista de la disputa entre los dos pueblos. Como si de Tom Hanks y Meg Ryan en Tienes un e-mail (Nora Ephron, 1998) se tratase, se nos presenta a Tai una judía francesa de 17 años afincada en Jerusalén, quien después de vivir un atentado cercano se plantea las mismas cuestiones que todos nos hemos planteado al verlo en las noticias. No sabiendo cómo encontrar explicación decide lanzar una botella al mar con las preguntas, esperando que alguien la encuentre. Quien se hace con dicho documento es Naïm, un joven palestino con el sufrimiento bélico muy presente en su día a día. Surge entonces entre ellos una relación epistolar (si es que se le puede llamar así al correo electrónico) que deviene en una amistad que no entiende de fronteras.
A pesar de ofrecer grandes dosis de drama (con una historia como ésta, ¿cómo no hacerlo?) demasiado teatralizado, la cinta es tan puramente optimista que por momentos resulta infantil. No llega al punto de banalizar la situación porque el respeto por parte de los autores es latente, pero precisamente ese ansia por resultar políticamente correcto y lo más objetivo posible dificulta al espectador el posicionamiento con respecto a los personajes. Se trata de una relación tan ajena a lo que un ciudadano de occidente que acuda a una sala de cine puede vivir que de alguna manera debe poder acercarse a alguna de las vidas de quienes transitan por la historia. La fórmula con la que soluciona ciertas escenas transmiten un aroma a «quiero y no puedo», o lo que es peor, «quiero y no me atrevo»; el hermano mayor de Tai, soldado israelí en suelo palestino, personaje que de haber tenido más peso podría haber endurecido la historia, pero cuando el argumento torna belicoso el director parece no querer seguir por ahí; otro ejemplo, la vida en Gaza: dan a entender que es poco menos que una jungla en la que cualquier mañana decides caminar por cierta esquina y tu vida se esfuma, pero no se nos muestra el nerviosismo de los ciudadanos, la inquietud y el sinvivir que podríamos esperar.
En cuanto al aspecto formal del resultado, la asfixiante fotografía sitúa a la audiencia en ambos estados de una manera que se presume fidedigna. Las localizaciones suman otro tanto en la búsqueda del efecto localizador. La dirección, pese a no ser brillante, al menos sí es constante en el ritmo y la creciente espiral de tensión.
El plantel de actores no ofrece grandes sorpresas más allá de la notable interpretación de Mahmud Shalabi (Naïm), actor palestino residente en Israel del que podemos suponer que entiende el conflicto de una manera intrínseca.
Así pues, lo que podría haberse convertido en una lección para europeos ávidos de conocer más sobre el mundo judío y palestino se queda en una historia contada para niños a través de los ojos de habitantes del viejo continente. Nada nuevo.
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