El director Javier Ferreiro (Lugo, 1989) es, por encima de todo, un cinéfilo voracísimo. Introspectivo pero locuaz, crítico y abarcador, ajeno a las modas, amigo de las particularidades —más que de las escuelas—, este joven es capaz de entusiasmarse por igual con Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959), con El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973), con Todos nos llamamos Ali (Rainer Werner Fassbinder, 1974), con Europa (Lars von Trier, 1991) y con Mystic River (Clint Eastwood, 2003), por citar cinco filmes con poéticas bien distintas. La primera incursión de Ferreiro en el celuloide fue El padre (2010), un corto rodado bajo la supervisión del último ganador de la Concha de Oro de San Sebastián, Isaki Lacuesta. En su segundo trabajo, REM (2011), el lucense comparte las tareas de dirección con María Sosa. Este envolvente cortometraje —protagonizado por las novísimas promesas Marina Comas, Joana Vilapuig y Mireia Vilapuig— se estrenó el pasado mes de octubre en la XLIV Edición del Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Sitges. En ABC.es, existe la posibilidad de visionar la película.
Pregunta: ¿Cómo surge el proyecto de REM?
Respuesta: Yo estudié Comunicación Audiovisual en la Universidad Pompeu Fabra, de Barcelona. En diciembre de 2010 se nos planteó, a los estudiantes, la posibilidad de llevar a cabo el trabajo final de la carrera. La idea del mismo me surgió durante las navidades de ese año. Una noche estaba en mi casa, en Lugo, viendo un documental sobre trastornos compulsivos, donde hablaban de la narcolepsia. Las personas que sufren esta enfermedad se duermen al instante, cayendo rendidas… Tomando como punto de partida ese tema, empecé a escribir el guión del corto con María Sosa, Ana Cuba y Adriana Dumon, tres compañeras de la carrera con las que me entiendo muy bien. Además de la narcolepsia, surgió, paralelamente, otro tema: la infancia; enfrentándonos a lo que dijeron maestros como Hitchcock, y siguiendo la línea de Laughton, decidimos rodar con niños. Así tomó forma nuestro proyecto final de la carrera, REM, que yo definiría como un canto a la infancia, como una reflexión sobre el sueño…
P: Mientras que en REM el tiempo —sometido al poder del sueño— está descontextualizado, el espacio adquiere una importancia capital. Igual que en Tasio (Montxo Armendáriz, 1984), ¿podríamos decir que aquí el bosque, más que un microcosmos, es un personaje más? Yo, al menos, percibo su ánima…
R: Efectivamente. En REM, el bosque tiene tanta importancia, que casi habla… y, en cierta manera, juzga a las niñas narcolépticas, Alicia y Eva [interpretadas por Marina Comas y Mireia Vilapuig, respectivamente]. Sin embargo, el espectador, cuando se cuela por la puerta del sueño, percibe que ese espacio —reforzado por la fotografía— está lleno de luz. Hay mucha agua, y el manantial quizás sea el mismo que encuentra Blake en Last Days (Gus Van Sant, 2005)… Todo el espacio está en el sueño de las niñas, al igual que sus coloridos vestidos. Claro que nosotros no somos muy dados a hacer experimentos; yo creo que las películas hay que verlas para que se te metan en la cabeza, para disfrutar con ellas… y después, cuando uno escribe, pinta o hace cine, debe mirar más hacia la realidad.
P: En ese sentido, los grandes creadores de mundos fantásticos u oníricos suelen utilizar la realidad como contrapunto, otorgando, de este modo, credibilidad y tensión al relato. En el caso de vuestro corto, la única escena sangrienta acentúa el peligro que supone traducir, en un entorno cotidiano y sin ningún tipo de reservas, los sueños.
R: Así es. Las niñas Eva y Alicia se encuentran atrapadas entre el sueño y la vida real. Esa vida, que comparten con la hermana mayor [Ana, interpretada por Joana Vilapuig], es monótona, ni buena ni mala… El sueño tiene un sacrificio y una madurez. Las niñas han elegido vivir en otro mundo, y saben lo que deben hacer para llegar allí. Para la mayor parte de la gente, ese mundo es la muerte; para las niñas, hablaríamos del sueño eterno. Ana ha llegado al último escalón de la madurez, y entiende el sentido de la muerte. Esta mujer —que se va a quedar sola— cumple, en un principio, los caprichos de las niñas, pero luego se da cuenta, conforme avanzan los hechos, de que ha traspasado la delgada línea roja… Eso es lo que se evidencia en la escena que traes a colación, cuando las niñas se arrancan los dientes. La idea de nuestra obra se puede interpretar de muchas formas, pero a mí me gusta explicarla de forma poética, porque es así como la veo. Yo hablaría de un eclipse, de una noche durante el día. Y es que el común de los mortales —yo mismo— relaciona el dormir con la noche; sin embargo, para estas niñas, la noche sería el día, que es cuando duermen tanto. Ahí entra en juego lo paranormal, que desemboca en la salida de las niñas al sueño eterno.
P: En Cahiers du cinéma (número 85, julio de 1958), un joven y talentoso Godard escribió refiriéndose a su maestro Bergman: “El cine no es un oficio. Es un arte. (…) Siempre estamos solos: lo mismo en el estudio que ante la página en blanco. Y (…) estar solo es formular preguntas. Y hacer filmes es responder a ellas”. ¿Encontraste muchas respuestas creativas en el Pirineo de Lleida y en Sabadell, durante el rodaje de REM?
R: Efectivamente, en esa soledad te preguntas muchas cosas. Acabas tu primer día de rodaje, te acuestas, y piensas: “¿Es esto lo que quería? ¿A la historia le hace falta algo más?”. En el rodaje, la cámara, el sonidista, las actrices…, hacen la película. Y el director-guionista, como es el caso, puede ir un punto más allá, tratando de encontrar en la naturaleza una explicación a algo que quedaba pendiente en el guión. Así, María y yo tomamos la decisión de rodar unos cuantos planos de más, siguiendo la idea de la soledad bergmaniana. Esa soledad va, asimismo, en consonancia con el silencio de las niñas narcolépticas. Durante el rodaje, me di cuenta de que quería captar el rostro de una niña durmiendo. Sí, quería verla dormir, porque detrás de esa cabeza había un mundo entero: el de los sueños. Me gusta mucho la idea del rostro de esas niñas que se caen dormidas frente a la cámara. La película, en fin, no se hace sólo en la preproducción o en el guión, sino también durante el rodaje.
P: Hablemos del reparto del corto. Habéis tenido la suerte de contar con tres jóvenes promesas de nuestro cine: Marina Comas (ganadora de un Goya a la mejor actriz revelación por su papel en Pa negre, 2010, de Agustí Villaronga) y las hermanas Vilapuig: Joana (conocida por su rol protagonista en la serie Polseres vermelles, emitida por TV3) y Mireia (quien ha trabajado a las órdenes de Pau Freixas en Héroes, 2010).
R: Sí. María, Adriana, Ana y yo teníamos claro que nuestro trabajo no debía quedarse en un simple proyecto fin de carrera: de ahí la importancia del reparto. Joana, Mireia y Marina lo dieron todo; además, trataron al equipo de una forma excepcional. A pesar de tratarse de un corto, tuvimos la oportunidad de ensayar bastante, y todos esos ensayos fueron muy interesantes. Si bien es cierto que Joana y Mireia son hermanas, no me cabe duda de que entre las tres chicas se creó inmediatamente un vínculo. Esa confianza fue decisiva para que todos trabajásemos a gusto. Para mí, desde luego, es fundamental interactuar con los actores. Voy a poner un ejemplo que demuestra lo bien que interiorizaron las niñas la historia. Estábamos a punto de rodar la escena en que los personajes de Marina y Mireia pintan sus vestidos, y éstas, mientras bajaban las escaleras, se reían muchísimo… Yo estaba interesado en saber qué les ocurría, y entonces las niñas me dijeron: “Tenemos una sorpresa para ti”. Pues bien, comenzamos a rodar, y las dos —que son muy listas—, tras haber pintado los vestidos, cogieron los lápices… ¡y los tiraron a la vez! Nadie les había marcado esta pauta, pero ellas sabían que, al soñar lo mismo, era necesaria una combinación de sus actos. Para todo el equipo, en fin, fue muy gratificante el hecho de que las niñas interiorizasen tan bien sus personajes.
P: La mirada de Marina Comas me parece análoga, por su dolorosa hondura, a la de la niña Ana Torrent en El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973), en Cría cuervos (Carlos Saura, 1976) o en El nido (Jaime de Armiñán, 1979). Ambas jóvenes consiguen que la tragedia más sangrienta alcance, en sus miradas, un fulgoroso recorrido hasta el fondo de su negrura. Una vez reivindicada esta expresividad, me gustaría saber si a Marina, a Joana y a Mireia les llegasteis a hablar de la citada obra de Erice, que, bajo mi punto de vista, es capital para entender REM: esa lucha entre el vibrante sueño y el terrorismo cotidiano.
R: Me alegra que un crítico haya visto la conexión de REM con El espíritu de la colmena. Tengo la sensación de que metimos a Ana e Isabel, las pequeñas protagonistas de este filme de Erice, en el mundo de Winter’s Bone (Debra Granik, 2010). Y los sueños de nuestras niñas probablemente sean similares a los de Donde viven los monstruos (Spike Jonze, 2009). Dicho esto, lo cierto es que a Joana, a Mireia y a Marina no les llegué a hablar de El espíritu de la colmena, pero, siguiendo tu sugerencia, lo haré con mucho gusto. Me atrevería a decir, de todas formas, que sí conocen esta obra: las tres ven no poco cine. Sus padres las cultivan mucho, y eso es fundamental en la formación de un intérprete. Te diré que el gusto cinematográfico de la chica mayor, Joana Vilapuig, es exquisito; su explicación de El árbol de la vida (Terrence Malick, 2011) me dejó, la última vez que hablamos, anonadado.
P: ¿Qué es el cine para Javier Ferreiro?
R: El cine es sueño, es realidad, es imaginación… Es un arte que sabe hacer muy partícipe al espectador, llegando a muchos estratos sociales (la Red y la piratería son, en buena medida, culpables de ello). El cine —suscribo las palabras de Fuller— es, fundamentalmente, emoción. El poder emotivo del cine es tal que incluso sabemos qué películas debemos revisar cuando estamos tristes, cuando nos faltan las ganas de vivir… El cine es un arte en el que se funden muchas otras artes: pienso, por ejemplo, en El desprecio (Jean-Luc Godard, 1963), ese gran filme que lleva la literatura a la pantalla.
P: El desprecio lleva a la pantalla la literatura… ¡y la pintura! Cómo olvidar el arranque de esa película, cuando la cámara dibuja la sinuosa y esplendente anatomía femenina.
R: ¡Sí, la anatomía de Brigitte Bardott! El cine es, como tú dices, la verdad del detalle. Es también, por ejemplo, la sonrisa de un niño viendo El rey León (Rob Minkoff y Roger Allers, 1994). Por cierto, si el cine es el séptimo arte, ¿por qué no se estudia en los colegios?
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