Cunqueiro

Cunqueiro en su Mondoñedo nativo

Tengo para mí que algunos lectores no valoran suficientemente el hecho de que don Álvaro Cunqueiro (el literato de la visión poliédrica y la sonrisa sardónica) naciese –hace casi un siglo– en Mondoñedo y no en otro concejo de la provincia de Lugo. En esta ciudad episcopal «rica en pan, en aguas y en latín» (parafraseando al propio autor) y situada al norte de la capital provincial, toma forma el natural sincretismo de elementos –la fantasía y la realidad, la vasta cultura humanista y la fluida narración oral, la Iglesia y las meigas…– que define toda la producción narrativa de Cunqueiro.

 

Vayamos por partes. En el hermoso valle de Mondoñedo, el autor de Merlín e familia (Merlín y familia, 1955) pasó toda su infancia «a la escucha», como él mismo confesaría. No podía ser de otra forma. Me imagino al sensible niño Cunqueiro anotando –ensimismado– las mágicas recetas de sus vecinos curanderos: a saber, polvos de regaliz para secar la mordedura de una nutria, «siete palabras» para asentar la hiel y para quitar las verrugas, benéficos columpios que, en sus justas dosis de balanceo, curan las más misteriosas patologías, como el calor del hígado… Me imagino, en las tertulias de las anochecidas invernales, al talentoso infante admirando la facilidad con que los labriegos mindonienses cargaban sus recios labios de ironía. Me imagino, también, al joven poeta inventando o renovando, con regocijo, coloridos vocablos, pues el gallego –una lengua que, durante siglos, fue hablada y no escrita– admite muchas licencias (síncopas, apócopes, paragoges…), especialmente en el norte de la provincia lucense, ya cerca de Asturias, cuando el acento de los hablantes es más suave, más reposado…

 

CunqueiroTantas noticias de muchedumbres prodigiosas sazonaron, desde luego, las novelas, los cuentos, los libros de viaje, los artículos, las semblanzas e, incluso, los poemas de este Cunqueiro. Claro que sería injusto obviar la inmensa cultura humanista y cristiana que, en comparanza con los restantes municipios de la provincia lucense, ha concentrado, desde tiempos inmemoriables, Mondoñedo, uno de los puntos por donde pasa el Camino de Santiago. De su importancia histórica cabe destacar que esta pequeña ciudad medieval llegó a ser la capital de una de las siete provincias en las que estuvo dividida Galicia (a la sazón el Reino de Galicia) durante la Edad Moderna. Mondoñedo –que es sede episcopal desde 1112– posee una hermosa catedral construida en el s. XIII, yuxtaposición de varios estilos (la puerta principal románica, el rosetón gótico de la fachada occidental, las imponentes torres barrocas…), hacia donde confluyen todas las calles de la villa. De escasa altura pero perfectas proporciones, este Monumento Nacional es conocido, en buena lógica, como «la catedral arrodillada». También testimonian la riqueza artística e histórica de Mondoñedo el hospital de San Pablo, del s. XVIII; el santuario de Nuestra Señora de Os Remedios, cuyo aspecto actual es el resultado de una obra de la misma época; el pazo del regidor Luaces, de estilo gótico isabelino; o uno de los primeros seminarios erigidos en España, Santa Catalina, de finales del s. XVI, el edificio de mayor tamaño de la ciudad. ¡Cuánto poder llegó a concentrar, de la mano de la Iglesia, un centro eminentemente agropecuario como Mondoñedo! No en vano, estamos ante una de las primeras villas gallegas en las que se evidencia la presencia de la imprenta.

 

Habiendo nacido en esta ciudad episcopal, y casi resulta una tautología apuntarlo, los libros que leyó el joven Cunqueiro no cayeron en sus manos por un raro azar. Pienso, por ejemplo, en las didácticas pero sabrosas Epístolas familiares (1539-1542) de Antonio de Guevara, cronista de Carlos V y obispo de la diócesis de Mondoñedo, quien ejercería una influencia decisiva en el Cunqueiro que se decide a utilizar como vehículo literario, además del gallego, el idioma de Cervantes. «Una lengua es buena cuando sabe a pan, a pan fresco que se mete en la boca. Ese es el castellano de Guevara que yo aprendí», llegó a decir Cunqueiro en una entrevista.

 

Una ciudad episcopal y, a la vez, rural explica –al menos en parte– el natural sincretismo de elementos culturales tan diversos en la obra cunqueiriana. Narrativamente, don Álvaro dosificó, de una manera siempre amena e ingeniosa, su conocimiento enciclopédico. «Yo no soy un erudito, por eso pido perdón si alguna vez me encuentran como tal; a mí lo que me gusta es contar llano y seguido, fantástico y sentimental a la vez; lo que pasa es que a veces está uno distraído», escribió –con zumba melancólica– el autor gallego en uno de sus sápidos artículos publicados en Faro de Vigo. Esa capacidad para sortear la pedantería no deja de parecerle a uno milagrosa, máxime teniendo en cuenta que don Álvaro amaba las digresiones, dando, a veces, más relevancia a la lúdica anécdota que al motor de la trama. (¿Habrían leído Godard o Truffaut, los principales representantes de la Nouvelle vague –la revolucionaria y lírica corriente cinematográfica francesa de los 60–, a Cunqueiro?). Sólo alguien que se regodea en el lenguaje, que se vale del realismo como contrapunto para sostener la fantasía, que utiliza dos miradas en un mismo argumento, es capaz de narrar con tanta entonación hímnica, aun no estando presente en el momento de los hechos evocados. Así obraba Cunqueiro, el soñador que pasó toda la infancia «a la escucha», el venerable mago que encontró una fórmula intermedia entre los diversos niveles lingüísticos, deleitándose tanto en los cultismos como en el rápido –pero a menudo gracioso– decir rural…

 

CunqueiroEvidentemente, de la depuración del lenguaje deriva la admirable capacidad cunqueiriana para trasmutar los iconos cotidianos en efigies totémicas. Ese léxico elegante, ajustado –como una banda de seda al talle de una hermosa doncella–, fresco, imaginativo, cadencioso…, reverbera especialmente en los retratos de los aldeanos gallegos. Son hipnóticos, pintorescos y complejos personajes (supersticiosos y escépticos, tan apegados a la tierra como soñadores, lentos de raciocinio pero, en cambio, muy vivaces cuando tienen que ponerse a la defensiva…) que Cunqueiro arrancó, en gran medida, de sus propias vivencias y de la fantástica tradición oral de su valle natal. Tras haber leído por vez primera estas deslumbrantes semblanzas –incluidas en Escola de menciñeiros (Escuela de curanderos, 1960), en Xente de aquí e de acolá (traducido al castellano como La otra gente, 1971) y en Os outros feirantes (Los otros feriantes, 1979)–, tras haber leído estas semblanzas, digo, uno reposó marinado en esplendentes nostalgias, en sueños de leyenda, en deseos de una sociedad menos lela y menos uniforme…

 

Del mismo modo, en la narrativa de don Álvaro, también es sorprendente la humanidad que exudan los personajes del mito: Orestes, Simbad o el citado Merlín no funcionan en claves de fatalidad: se integran en la melancolía y en los fervores de la cotidianidad. Así, Cunqueiro describe (o, mejor dicho, reinventa) de este modo tan naturalista al famoso mago:

 

Por don Merlín no pasaban años, y de esto se quejaba como de un maleficio, pero pocas veces, que el ser de él era aparentar muy franco y abierto, contento del mundo y hablador, y sonreía muy fácil; le ayudaban a ser franco los ojos claros, y aquella su frente levantada y señora, y hasta aquel gesto que tenía de acariciarla con la mano derecha cuando te hablaba. Era de pocas carnes, pero muy puesto en sus anchos y gentil, y muy andador.

 

Pese a la inevitable mirada crepuscular hacia el mito, no hay ningún atisbo de idealización literaria en el retrato; si los magos cunqueirianos usan anteojos, es porque tienen –al igual que los paupérrimos albéitares– la vista cansada.

 

Gracias a la naturalidad de su voz contagiosa, sólo este Cunqueiro puede hacernos creer, por ejemplo, que cierto mocete gallego, Felipe de Amancia, paje de don Merlín en la luguesa y fantástica tierra de Miranda, ayudó a entrar a una sirena griega en una tina perfumada –un improvisado lecho–, no sin antes haberle sacudido del ondulado cabello las últimas algas. Es la atinada utilización del mito literario como vivencia. Es la magia de las palabras. Es la prueba evidente de que quien se adentra en el arte no puede dejar de anhelar cambiar –tilde más, tilde menos– la tusígena realidad. Esa búsqueda de la tensión literaria, esa oposición (y posterior imbricación) entre lo cotidiano y lo imaginario, esa utilización de dos miradas en un mismo argumento, es apreciable en no pocas escenas de Merlín y familia. Como cuando el novísimo paje Felipe se asombra –a la manera del propio lector– ante la sensual epifanía de la hermosa sirena griega, quien llega a Miranda en busca de la sabiduría del mago:

 

(…) y yo no sabía para dónde mirar cuando se quitó la larga falda y la ceñida blusa, y apareció doña sirena tal y como vienen estos hermosos engaños en las historias. Además, que fue la primera mujer que yo vi desnuda, y aunque no quería, mis ojos se iban a aquellos pechos blancos y tan felices, a su alegre botoncito rosa y a las venillas azules que los surcaban. Teófilos ya debía de estar acostumbrado, pero para mí aquello era una fiesta entre alegre y temerosa.

 

¿Cómo no iba a nacer don Álvaro Cunqueiro (los ojos melancólicos, la risa sardónica) en Mondoñedo, esa pequeña ciudad rica en pan, en aguas, en latín y en noticias de muchedumbres prodigiosas? Su prosa –a la vez moderna y tocada de medieval milenarismo– nos sigue librando de telarañas y damascos.

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