En su nueva película John Madden narra el retiro dorado de un grupo de jubilados ingleses que por una razón u otra ven la India como una vía de escape en los últimos momentos de su vida.
Se muestra ya desde el planteamiento las intenciones de componer una comedia emotiva, con humor británico por doquier (ése que tan bien maquinado tienen tanto en la televisión como en el cine), rodada con equilibrio y sin salirse un ápice de lo establecido.
Las reminiscencias de Love Actually (Richard Curtis, 2003) son palpables. Primero porque la película tiene a Bill Nighy entre sus protagonistas, y si bien no resulta tan hilarante como lo hacía en aquella (“Christmas is all around me”), tiene mucho más peso y verle en pantalla con ese porte de galán feo te dibuja una sonrisa inmediatamente; además, el reparto es coral, con personajes que encauzan menos la historia que otros pero que se van tornando más importantes a medida que avanza el metraje; y por último, una historia sobre frustraciones, deseos, recuerdos, remordimientos y esperanzas, ramificaciones que llevan a un mismo origen, el amor (al igual que ocurría en el filme de Hugh Grant).
El hotel que se les vende a los personajes resulta no ser lo que ellos esperaban, y es entonces cuando las relaciones entre ellos, en menor medida, y ,en mayor, la presunta magia del país, les hace sentirse atados al lugar.
Aquí es donde la película tiene su mayor defecto. India es un país de contrastes, inmensurable e inabarcable, con la pobreza más llamativa en las calles y el lujo más hortera tras la esquina. La idea de unos jubilados de Londres enamorados de un país así es divertida pero poco realista. Los encantos del lugar no se ven reflejados en la pantalla, los exteriores han sido rodados en Udaipur pero parece que no han querido moverse de la manzana en la que tiene lugar el hotel; se habla de un lago perdido y precioso que solo se vislumbra durante cinco segundos hacia el final de la película; la forma de tratar la muerte en la cultura hindú, tan distinta a la occidental, se reduce a un mero conjunto de planos de unas cenizas con la voz de Judi Dench en off.
Ésta junto con algún que otro momento con niños pobres jugando en las calles son las únicas herramientas utilizadas para mostrar el supuesto encanto que les conmueve. Por otro lado, cuando uno se imagina la India no es la mirada que muestra la película (una cierta pobreza que hace sentirse mejor a los desdichados al no ser demasiado explícita) lo que viene a la mente.
El casting es un acierto tras otro. La colección de portentos que ofrece el reparto es el verdadero triunfo del producto. Además del ya mencionado Nighy, Judi Dench y en especial Maggie Smith hacen que cada una de sus apariciones sea una delicia y una clase de interpretación, cómo sacar el máximo rendimiento de unos personajes con poco más que suficiente atractivo.
Sin embargo, quien más luce con menos tiempo en pantalla es Tom Wilkinson, dando vida a un juez recién retirado que vuelve a India para intentar cambiar el pasado. Cierto es que su papel es más suculento que los otros, pero es el magnetismo de su a veces estrábica mirada lo que hace que sea él a quien recuerdes al salir de la sala.
Es de lamentar que el marketing de la película venda a Dev Patel como un protagonista más de la historia. El niño de Slumdog Millonaire (Danny Boyle, 2008), ahora convertido en hombre, cansa tras tres escenas y su personaje, más allá de una frase reiterativa, tiene una acusada falta de fuerza, su historia no interesa y solo desconecta de las tramas con más gancho.
La amabilidad con la que está tratada la película gustará a aquellos espectadores que quieran entrar al cine con el viejo cliché de olvidarse de la realidad por dos horas; sin embargo, si lo que se busca es encontrar un nuevo destino en el que descubrirse a uno mismo, mejor dirigir la mirada hacia otra parte.
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