Traducir al lenguaje de las imágenes un clásico no es una empresa fácil y hacerlo cuando hay tantas versiones anteriores debe ser muy engorroso. A pesar de todo Cary Fukunaga firma la adaptación de Jane Eyre más gótica que se recuerda, donde las intrigas empequeñecen una historia de amor contada con demasiada sobriedad.
La historia, escrita hace más de 160 años por Charlotte Brontë, cuenta como una huérfana llamada Jane Eyre es educada en un orfanato a golpe de maltrato. Cuando consigue salir de allí es contratada como institutriz por el acomodado Edward Rochester. La sombría mansión donde trabaja esconde un oscuro secreto relacionado con Rochester, del que poco a poco se irá enamorando.
El tempo de la película es perfecto, la acción sucede de manera sosegada pero con ritmo. No falta ni sobra nada. Incluso el (des)orden de las diferentes partes del filme se antoja necesario, el presente, el pasado y el futuro se intercalan durante todo el metraje con un lirismo sobrecogedor.
La película, que sorprendentemente acudió al último festival de Sitges, cuenta con portentosas escenas de oscuro suspense. Todas ellas a cuenta del misterioso secreto de Rochester. Gritos a media noche e incendios inesperados van sucediendo mientras surge el amor entre los protagonistas. Sin embargo, estas secuencias son como varias gotas de agua en el desierto. Al final la parte más oscura de la película no pesa en la memoria del espectador. Fukunaga no lo quiere así.
El ambiente enrarecido entre Jane Eyre y su misterioso amado se subraya con la magnífica fotografía de Adriano Goldman. Los paisajes, oscurecidos por el grisáceo cielo inglés, están, sin embargo llenos de una intensa vitalidad. Mientras, cada rincón de la mansión está retratado con una luz majestuosa que da al filme una estética moderna pero sin pasarse, nada que ver con los vampiros y su góticas existencias.
La novela está considerada como la precursora del feminismo. El motivo es su carismática protagonista, sus decisiones, tomadas con personalidad, sus constantes reflexiones respecto al papel de la mujer y su actitud, independiente y altiva. Por todo esto la actriz que interpretara a Jane Eyre debía estar a la altura. El premio gordo le ha tocado a Mia Wasikowska, la Alicia de Tim Burton. La joven actriz carga con el peso de su personaje y no desfallece en el intento. Con una personalidad intachable Wasikowska embellece a Jane Eyre con su expresiva mirada y su voz entre dulce y terca. Aunque le falta erotismo.
Para eso está Michael Fassbender, este portentoso actor (cuya cara aparece en varias de las mejores películas del año, véase A Dangerous Method) interpreta a Edward Rochester. Atractivo, elocuente y misterioso. A pesar del traje de época y las enormes patillas, Fassbender no pierde un ápice de esa personalidad que le convierte en el actor del momento.
Los oscuros devenires de la existencia y las adversidades propias de la época envuelven la historia de amor. Bien narrada pero carente de emoción e intensidad. Al menos Fukunaga tiene el buen gusto de recrear un final maravilloso donde nos deja claro que el amor no llega sin sacrificios.
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