Con Las chicas de la sexta planta echamos la vista a un pasado no tan lejano y (triste realidad) a un presente incierto, el del emigrante. Y pese al gafapastismo y falsa conciencia social de muchos de nuestros cineastas han tenido que ser los fraceses Philippe Le Guay y Jérôme Tonnerre (director el primero y coguionista el segundo) los que aborden el tema. Como excusa para contar otra historia, cierto; pero lo abordan.
En una España anacrónica y aislada del mundo como la franquista, muchas mujeres de mediana edad se veían obligadas a hacer las maletas rumbo a Europa (París en nuestro caso) para buscar un futuro. Muchas (nuestras protagonistas) lo podían soñar gracias al trabajo como criadas en las casas de la alta sociedad metropolitana. Una vida dura que, con suerte, les permitiría ahorrar lo suficiente para regresar a casa y empezar una nueva y dichosa etapa vital.
En este contexto es en el que conocemos a María (Natalia Verbeke), una joven que entra a servir en la casa de Jean-Louis, quien a través de la amistad que entabla con ella y el resto de españolas empleadas en el edificio (todas viven en la sexta planta) sale de su burbuja elitista y descubre el mundo (y a sí mismo). Las vivaces españolas revolucionan su existencia anodina y con su forma de ser le enseñan a disfrutar de la vida.
El tono de esta historia de patrones y sirvientas es muy colorido y optimista, aunque excesivamente ingenua en sus planteamientos y desarrollo. Una feel-good movie en toda regla que nos deja con una sensación muy agradable (y necesaria, tal como está la situación actual). Puede recordar a Criadas y señoras (coetáneas ambas), pero carece de su carga de denuncia y tiene un discurso mucho más amable.
La misma apariencia que transmite Fabrice Luchini (Jean-Louis), refuerza esta percepción. A pesar de su aire de estirado que muestra al principio, pronto se descubre como una persona entrañable que está aprendiendo a disfrutar de los pequeños placeres que conforman algo parecido a la felicidad. Para ello están las estupendas Natalia Verbeke y Carmen Maura, dos generaciones de actrices que poco tienen que demostrar. Junto al resto de españolas crean el trasfondo dramático (social si se quiere) de la historia. Cada una tiene su drama particular, que va saliendo a la luz (y solucionándose según el caso) a medida que la relación con Jean-Louise se va estrechando. La (sesgada) carga política la pone el personaje interpretado por Lola Dueñas, una sirvienta huida de España por su condición de comunista y la única convencida de que nunca volverá a su país.
Solemos tachar a nuestros cineastas de rojos o sociatas, pero son pocos los que se habrían atrevido a crear un personaje tan maniqueo y panfletario. Carmen refleja la imagen romántica que se tiene en Europa del bando republicano y sus ideales.
Le Guay, como buen francés, se deja seducir por los tópicos que llegan a su lado de los Pirineos (cosa que ocurre también al contrario) y los explota. Aunque siempre desde el afecto, potenciando la comedia y ese tono de ingenuidad de la película.
Deja un comentario: