Para su debut en la dirección de largometrajes como único firmante -pues con anterioridad ha dirigido varios trabajos, pero siempre al lado de su hermano Albert– Allen Hughes ha elegido rodar un thriller político muy interesante en el que nada es lo que parece, como mandan los cánones.
Con un telón de fondo basado en la alcaldía de Nueva York pero sin entrar en demasiados tecnicismos políticos, para de esa manera, focalizar toda la atención en la acción, se narra con un pulso y ritmo acertados el viaje de Billy Taggart hacia el oscuro mundo del poder (muy bien difuminado aquí por Hughes) Taggart, un ex policía convertido ahora en detective privado, cae en una tela de araña conformada por tramas, mentiras y engaños que le llevan a encontrarse con su inevitable destino.
El libreto no eleva las esperanzas del argumento hacia cotas inalcanzables, mas bien utiliza todos los artilugios que tiene a mano para crear una ficción de simple digestión que contente a propios y extraños. Potenciando las piezas de la historia que puedan proyectar los acontecimientos de una manera versátil facilita la conexión entre subtramas sin que ninguna de ellas resulte vacía o carente de necesidad. Desde el arranque del fundido desde negro, cada vericueto por el que transita el metraje tiene sentido en función a la globalidad del filme. No extralimita las posibilidades del argumento, y, por suerte, no alarga su metraje más allá de donde aguante la atención del espectador.
Sin embargo, es achacable el hecho de que Hughes se olvide de algunos personajes que le son complicados de cerrar. La novia de Taggart, aún con una excusa razonable, desaparece de la función por arte de magia y no volvemos a saber. No es que sea indispensable para la acción, pero una escena finiquitando las relaciones con ella un poco menos exagerada hubiera sido de agradecer.
Otro de los errores (menores) en los que recae la película es la continua sucesión de elementos vistos con anterioridad en mil y un títulos. Significan pormenores porque el autor es consciente de que está ofreciendo un simple entretenimiento, no pretende filmar la mejor obra del año ni hacer pensar al espectador. Por tanto, nos cuenta bajo su punto de vista los tejemanejes de la política actual haciendo uso de trucos previsibles pero eficaces.
Donde sí intenta aportar algo de originalidad es a la hora de la narrativa visual. Sus anteriores películas venían caracterizadas por una estética cuidada en la que los malabares visuales llamaban ostensiblemente la atención. Aquí, con un poco más de mesura, trata de subrayar las escenas cruciales con una banda sonora desconcertante por llamativa (ajena a lo habitual) y de tomar el protagonismo en algunos movimientos de cámara innecesarios y reiterativos, como el travelling circular con el que filma muchas de las secuencias entre los dos protagonistas.
Mark Wahlberg ha llegado a un punto en su carrera en el que torcer un poco la boca para crear el mismo gesto anodino de siempre le basta. Los directores le siguen llamando para interpretar (con algún matiz distinto) el mismo papel una y otra vez y así se ha ido granjeando una trayectoria de lo más exitosa. En esta trama no hay lugar para la experimentación por lo que su protagonista no llega más lejos de la corrección en su labor. Catherine Zeta-Jones, por su parte, vivió tiempos mejores en los que su nombre protagonizaba taquillazos, pero últimamente le han ofrecido pocos trabajos capaces de reportar algo de prestigio. Por suerte, sabe hacer que su papel de mujer del alcalde en esta ocasión brille a pesar de su discreción. La estrella de la función (pese a no serlo sobre el papel) es un Russell Crowe que olvidándose ya de intentar parecer un galán y sabiéndose mayor, orondo y no demasiado agraciado, crea aquí un personaje atractivo, poblado de dobleces, más rico en matices cuanto más vil, convirtiendo en reseñable un papel estereotípico.
Un producto con pocas pretensiones que logra la primordial: mantener la atención del espectador y entretener.
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