Afanado en resultar ofensivo a la par que explícito, el director austriaco Ulrich Seidl ha entregado a caballo entre el año pasado y el curso presente la trilogía Paraíso, un tríptico que ahonda en los recodos más dolorosos del alma humana para explicar, a través de tres mujeres pertenecientes a la misma familia, la búsqueda del amor cuando se está de vuelta de todo, el ímpetu de conversión de una sociedad que ha perdido el rumbo y el florecimiento de la adolescencia, respectivamente.
El sentimiento más grande del mundo
En Paraíso: Amor, la primera de las tres entregas, Teresa, una mujer separada entrada en la cincuentena y con una hija, decide pasar sus vacaciones veraniegas en las playas de Kenia para intentar encontrar el amor o aquello que más se le pueda parecer. La decisión de contar la historia en un lugar tan ajeno a la cultura occidental no es baladí puesto que, tal y como cuenta la película, el turismo sexual es una constante y son muchos los muchachos autóctonos que visitan día tras día las playas con el objetivo de encontrar una sugar mama, mujeres con dinero que puedan subsanarles su maltrecha economía a cambio de relaciones sexuales y/o amorosas.
La película, enfocada en dar luz a una lacerante realidad como es la soledad, ofrece además otras miserias en su paso por la búsqueda del amor de Teresa. La representación de los hombres que se van cruzando por la vida de la austriaca es, en apariencia, real como la vida misma. Los sentimientos son tan comunes y universales que podría haber tenido lugar en cualquier parte del mundo. Teresa parece sufrir la crisis de mitad de vida (la expresión en español es fea, pero certera) y, como si de un adolescente se tratara, no sabe en qué se ha convertido la vida para ella ni tampoco lo que desea.
Las ofertas de sexo con jóvenes que de otra manera no se fijarían en ella parece llenar un hueco de su vida de forma momentánea y la película centra su primera parte en contar de manera atrevida y sin tapujos esta cruda parte. El problema surge una vez la historia ha alcanzado su punto máximo, nada detiene el ritmo ascendente de la película y ciertas escenas rozan la vergüenza ajena. Lo cual no deja de ser precisamente lo que busca su director pero no aportan más de lo que ya lo había hecho con anterioridad sin ser tedioso.
La ceguera religiosa
Paraíso: Fe tiene otra protagonista femenina por la que las actrices suspiran. En esta ocasión la figura del paraíso para Anna Maria es Jesús y decide pasar sus vacaciones de verano evangelizando a todos los descarriados de Viena yendo por puerta por puerta cargando con una virgen. La protagonista es la hermana de Teresa, y aunque las vicisitudes de su vida discurren por un terreno completamente ajeno al de su hermana, la fuerza y el punto de vista con el que Seidl quiere presentar al personaje son igual de descarnados que en la primera entrega.
Incómoda como su predecesora, esta historia tiene un acceso más cómodo para un espectador occidental habituado al cine austero europeo. Tiene más puntos en común con el gran referente austriaco mundial, Michael Haneke y no es difícil pensar que podría tratarse de su firma. Seidl peca una vez más de no saber decelerar el ritmo a tiempo y llevar los acontecimientos por un fangoso terreno en el que la ofensa viene de parte de la explicitud de ciertas escenas, si bien es cierto que en este caso no es el sexo el que ocupa la pantalla pero sí una violencia que resulta hiriente y familiar a partes iguales. Pero no es la relación de Anna María con su exmarido lo que provoca el agobio del espectador si no la dinámica que se establece hacia mitad de metraje en el que nos encontramos con una mujer totalmente perdida viviendo una vida sin el menor sentido aparente. Eso deja al respetable en una situación fea sin ningún apoyo en el que acomodarse.
¿Importa más el peso o la edad?
La última de las entregas es probablemente la más fácil de todas, pero no por ello deja de lado la irritación. En Paraíso: Esperanza Melanie, hija de Teresa, es una adolescente de 13 años que padece sobrepeso y durante el verano que su madre pasa en Kenia ella descubre las primeras pulsiones sexuales en un campamento para obesos. Allí hará amigas pero también conocerá el amor no correspondido. Al tratarse de una historia con niñas púberes las secuencias de difícil digestión presumibles después de haber visto las anteriores entregas no tienen finalmente lugar. La quietud, la parsimonia, el estatismo de la cámara y el ojo de espectador pasivo del realizador que impregna toda la obra están presentes durante toda la trilogía pero, al menos en esta Esperanza, da un respiro al espectador y aunque circunvala la experiencia del desagravio no llega a tocarla de lleno.
Una trilogía pesimista, oscura y elocuente en la que la búsqueda del paraíso personal parece no tener fin y estar lleno de piedras por el camino. La conexión narrativa entre las tres películas es mínima por lo que pueden verse de forma independiente pero aunque deberían verse en orden cronológico, en ningún caso en una sesión continua. Es cine necesario, inteligente y atrevido pero para una ración generosa de bofetadas en la cara, ya tenemos la vida real.
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