Antes del anochecer

Antes del anochecer: Las displicencias del amor

El intento por plasmar fielmente el amor en pantalla es algo que inunda tanto las salas de todo el mundo que parece sencillo de ejecutar. Bien sea en comedias o dramas, el término romántico ocupa un porcentaje demasiado alto de la oferta cultural. Y siendo tan colosal la cantidad elegible, es raro lo difícil que resulta darse de bruces con un filme sincero, embriagador y de alta calidad. Por eso a nadie debería sorprenderle que la tercera y última entrega de la relación entre Celine y Jesse, una pareja protagonista del cine más independiente que nada más allá de sus tribulaciones emocionales ofrece al espectador, sea todo un evento a celebrar entre los cinéfilos y los no tan cinéfilos.

 

Si en 1995 Richard Linklater dio vida a dos personajes diseñados con una maravillosa precisión soñadora digna de los veinteañeros más ligados a la corriente autodenominada maldita; nueve años más tarde volvía a juntarlos en una ciudad con sumo peso histórico e igual romanticismo (Viena se convertía aquí en París); ahora, en un acertado truco narrativo, vuelve a pasar la misma cantidad de años para presentar de nuevo a la pareja, pero esta vez entrados en la inevitable madurez, cercanos a la crisis existencial de mediana edad y en otro paraje con grandes ínfulas paradisíacas: el Peloponeso.

 

Julie Delpy y Ethan Hawke en Antes del anochecer

 

La lógica establecida por las dos primeras entregas no se ve aquí alterada en ningún instante. Mucho menos teniendo en cuenta que esta vez el guión está escrito a seis manos por ambos protagonistas y director. Los primeros se dedican a dar rienda suelta al sobrado talento que han ido puliendo a lo largo de los años y la asombrosa química existente; mientras tanto el segundo parece haber perdido algo de autoridad en detrimento de la más que esperable improvisación actoral, pero en ningún momento deja de hacer ver que la cámara tiene una razón de ser y como tal es la elección de su emplazamiento.

 

El director de películas tan dispares entre sí como A Scanner Darkly (2006) o Escuela de Rock (2003) tiene un peculiar modo de conseguir que el arranque de un largometraje se sitúe en una despedida entre padre e hijo en un aeropuerto y la familiaridad sea tal que desprenda un abanico de emociones encomiable en un sinfín de niveles narrativos. Desde ese germen consigue hacer estallar toda la tragedia como si de un macguffin se tratara. Coge los mandos, hace despegar y pone un piloto semiautomático.

 

Esa falta de toque Linklater (si es que un plano fijo de diez minutos es algo que alguien más se atrevería a proyectar en una sala comercial) es algo irremediable dada la capacidad de ambos intérpretes para regalar lecciones de cómo aguantar ante la lente. La primera conversación potente entre el matrimonio acontece en un largo trayecto en coche durante el cual no sólo ellos hacen alarde de capacidades con el plano estático, sino que las pequeñas que interpretan a las hijas son dos bellas durmientes que no se atreven a pestañear y llevan un timing perfecto en una secuencia con cronometraje nada sencillo.

 

Julie Delpy y Ethan Hawke en Antes del anochecer

 

Si algo suelen generar las trilogías es acuerdo entre los seguidores. Salvo contadas excepciones, siempre suele erigirse la primera entrega como valor común. Dentro de esas ocasiones extravagantes estaría englobada esta shakesperiana relación. Las digresiones sobre el mejor título de ellas son constantes dependiendo de la horquilla vital en la que cada cual se encuentre y dónde se fije la atención. Si la primera estudiaba los dos extremos más alejados del amor con la que los desesperanzados románticos encontrarían una empatía inmediata y la segunda jugaba con el destino y las segundas oportunidades, en este capítulo final el halo fantástico se ha borrado del mapa para encontrar comodidad (demasiada) matrimonial y esfuerzo supino por hacer rodar el desvencijado vehículo.

 

Un cierre (o no, con suerte) perfecto que debe a Hawke y Delpy –y el impresionante paso de los años en ambos– la cautivadora belleza con la que sus paseos por Grecia tornan en puro cine humanista.

 

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