Bestias del sur salvaje

Bestias del sur salvaje: Donde habita la imaginación

Hoy en día, transcurrido un siglo de la invención del cine, es difícil acudir a una sala y ser sorprendidos por lo que se nos presenta ante la mirada. Primero porque las historias, por muy novedosa que sea la manera en la que se envuelven, tienen el mismo esqueleto desde la antigua Grecia, es decir, el viaje del héroe, el amor imposible y un no tan largo etcétera. Y segundo porque llegados a un punto en el que la tecnología ofrece –si se cuenta con un presupuesto multimillonario– todo lo necesario para narrar el cuento de la forma más adecuada, lo que de verdad importa es la imaginación del narrador.

 

Por eso esta película sobre una niña de 6 años con nombre de peluche es tan vital, desgarradora y apasionante, Porque no tiene un presupuesto apabullante con el que crear los efectos digitales necesarios para equipararse a las superproducciones fantásticas que acontecen estos días en las salas y aún así el cariño y la imaginación de un colectivo formado por carpinteros, músicos, directores, escritores y demás artistas fabrica la ilusión que insufla vida a la historia mejor de lo que lo harían 300 millones de dólares en horas de posproducción.

 

Tiene los ingredientes para tocarte la fibra desde el primer plano: una infante y su padre viven en una zona sin identificación en el mapa llamada La Bañera, apartados de la sociedad y rodeados por agua. El miedo a hundirse y que la tierra que les sirve de hogar desaparezca es constante y tan solo unos pocos habitantes de la comunidad pueden sobrevivir con ese peso sobre sus hombros. Además, la adorable criatura debe lidiar con la marcha de su madre y la divertida pero también desestabilizadora locura de su padre.

 

Bestias del sur salvaje

 

Como digo, con semejante punto de partida no sería complicado tejer una epopeya pro-vida que recurriese a los efectismos para noquear al respetable y salirse con la suya sin exigirse el máximo a sí misma. Pero para su estreno en la dirección de largometrajes el neoyorkino Benh Zeitlin, secundado por el colectivo del que también él forma parte Court 13, ha conseguido recrear una diégesis fantástica pero reconocible, cimentada en una parte del mundo tan golpeada y ninguneada que solo con el emplazamiento ya sería suficiente alimento para la imaginación.

 

Sin embargo, basado en la obra de teatro Juicy & Delicious escrita por Lucy Alibar, Zeitlin coescribe junto a la autora un guión cargado de elementos fantásticos que no permite concesiones –valga el cliché–. La trama asciende sin altibajos como la marea en el filme desde un comienzo en el pantanoso suelo que está por venirse abajo (la presentación del personaje que conforma la comunidad podría haber salido de las mentes de genios como Tim Burton o Spike Jonze de encontrarse estos en tan buena forma como Zeitlin) hasta un tramo final de película en el que las cosas se suceden a velocidad de vértigo pero no de forma acelerada, culminando en un encuadre final preciosista y evocador que deja a quien lo presencia con la boca abierta, el lacrimal irritado y el corazón desbocado.

 

La cámara se mueve desesperada deliberadamente para captar la respiración de los personajes. No importa la maestría del operador, fotógrafo o director y lo impecable de sus formas, lo que cuenta es que se filme desde donde es debido más allá de movimientos ortodoxos o estabilizados. Al igual que haría un corresponsal de guerra fotografiando tragedias, no es la belleza sino el contenido del encuadre lo que hace que la imagen respire vida.

 

Bestias del sur salvaje

 

Zeitlin siente arraigo por la población de Luisana que ahora le sirve de residencia y este es el motor de esta historia y la elección del reparto. Está formado por actores no profesionales residentes todos ellos de las zonas azotadas de Nueva Orleans. Dwight Henry (Wink, el padre en la ficción) es un panadero en la vida real que aprovechó los descansos entre horneado y horneado que le permitía la noche para hilvanar los detalles de su personaje. Sabiendo que no es un actor per se su labor es sobresaliente aguantado el tipo y aportando su grano de arena en ciertas escenas imprescindibles de la película pero también planea sobre su trabajo la autointerpretación, que el personaje sea demasiado parecido a la persona, aunque ni mucho menos sea fácil interpretarse a uno mismo. Sin embargo, todo el peso del largo recae sobre el personaje de Hushpuppy, quien podría haber arruinado todo de no haber tenido el intérprete adecuado. La dificultad a la que se refería Hitchcock a la hora de rodar con niños se vería doblemente reforzada si además el niño, debido a su edad, apenas toma conciencia del mundo que le rodea y es el protagonista de la historia. De entre 4000 niñas podría haberse escogido a alguien con algo más de experiencia vital que sin duda hubiera facilitado la producción aun mínimamente, pues aunque Quvenzanhé Wallis es una niña adorable, en el momento en que se rodó la película contaba con tan solo 6 añitos y el texto exige mucha imaginación y disciplina. Sorprendentemente la mirada de la chiquilla y el temple ante la cámara pertenecen a actrices de largas carreras más que a alguien al que se solo le preocupe jugar. Los raíles sobre los que la historia avanza son sus ojos y sus movimientos orquestados a la perfección por su director, que se ha convertido aquí en su maestro de interpretación. El premio de la nominación al Oscar es más que merecido.

 

Sin duda estamos ante la sorpresa del año. Es difícil que se haga con los premios de la Academia a los que opta, pero se ha hecho un hueco inmediato como uno de los mejores debuts en la historia del cine y es el paradigma de lo que significa ejercitar la imaginación.

 

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