Diálogos y escenas sórdidas, estrellas de primera, trama sugerente dentro de una temática que siempre es llamativa: el mundo del narcotráfico.
Cormac McCarthy firma este guion que dibuja en un área –frontera entre México y Estados Unidos– y con enseres –drogas– ya palpados en su novela No country for old men. La cinta no sólo recuerda al título de los Coen; esa fotografía polvorienta rememora a otros compañeros del género, como Traffic. Pero el espectador se pierde más de una vez en una historia que encierra una férrea crítica social. McCarthy no ha sabido dosificar esos diálogos que en el celuloide se hacen arduos e imposibles de asimilar para el público, como la camisa de mariposas de Bardem, que impide que centrarse en la trama.
Michael Fassbender repite la misma hazaña de Prometheus: impedir que el barco se hunda. En el anterior título de Scott era un extraño ser enzarzado entre trifulcas de humanos; ahora se ha despojado la parquedad y el tinte rubio para convertirse en un abogado con porte suficiente para llevar traje sobresaliendo entre el chabacano mundo de mafiosos nuevos ricos. El director de Blade Runner conoce bien la versatilidad del actor, el cual se encarga de hacer creíble el personaje de un hombre metido dentro de la vorágine del tráfico de drogas. Sus sentimientos, sus diálogos e interacciones son más que verosímiles. Javier Bardem, que se desenvuelve bien cuando lidia con papeles estrambóticos, forja en esta ocasión un empresario que no termina de llegar al público. De su brazo está Cameron Diaz desempeñando una vez más el rol de mujer fatal amante de los excesos, mientras que a Penélope Cruz se la ha visto más de una vez como fiel «señora de» (Fassbender en este caso).
No hay que olvidar a Brad Pitt, cuyo rol, con su sombrero de cowboy, parece ser la continuación del timador al que dio vida en Thelma y Louise, su debut cinematográfico. El pícaro sexy que creó para Scott ha evolucionado a un desconcertante mafioso de pelo graso con pocos escrúpulos.Pero el elenco de esta historia tex-mex es muy numeroso y cuenta con otros rostros conocidos, como el de Rosie Perez, o el actor español Fernando Cayo, en una humilde aparición de apenas tres minutos. Natalie Dormer (Juego de Tronos) es una rubia explosiva y Dean Norris (Breaking Bad) se encuentra ahora en el otro lado de la ley tratando con otro secundario asiduo de la gran pantalla, John Leguizamo.
Todos ellos son los encargados de llevar a cabo los diálogos más que contundentes, hilvanados uno tras otro, que explican de manera secundaria los puntos significativos del argumento. Muchos de ellos son anécdotas picantes que no llevan a ningún lado. Las conversaciones parecen tener cierto trasfondo, pero la complejidad del texto, fabricado con situaciones sórdidas y excesivas situaciones encierra una moralina pseudo filosófica que confunden a cualquiera. Un guion que relega a las mujeres siempre detrás de los hombres, y que las limita al papel de malvada (la excesiva Malkina de Diaz) o santa (la casi impoluta Laura que hace Cruz), algo que no es común en la filmografía de Scott, conocido por mantener en su cine la igualdad entre ambos sexos.
El realizador se ha perdido en ese desierto con ese batiburrillo en el que ha mezclado asesinatos, fronteras de Estados Unidos y drogas. Incluso se citan los emblemáticos versos de Machado «Caminante no hay camino, se hace camino al andar«. Puede que el poeta tuviera razón, pero esa carretera a seguir, atravesada por el cineasta hace veintidós junto a Thelma y Louise, no está ahora del todo clara. Lo bueno que ofrece su desbarajuste es que es impredecible. Mucho se puede prometer en un texto, pero si se proyecta mal y la historia no tiene aire, el tortazo es de traca y ni el hercúleo Michael Fassbender lo salva.
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