Por esa razón quiero comparar esta película con Closer, de Mike Nichols. En ambas películas hay un cuarteto protagonista compuesto por dos parejas antagónicas, hay amores, hay infidelidades de por medio, hay desconfianza a tutiplén y hay mucha pasión. Vamos, la vida misma. Pero vayamos más allá, sin miedo. Pongamos a Closer en una olla, luego a El diario de Noa y finalmente a la reciente Brothers. Lo removemos bien, a conciencia, ¿y qué tenemos?
En el límite del amor.
No cabe duda de que el film firmado del interesante pero discutible John Maybury posee algunos atractivos de innegable interés. Para empezar, desde un punto de vista más superficial, está la presencia de una siempre agradable Keira Knightley, Sienna Miller o el enigmático Cillian Murphy.
Yendo más allá, la sorpresa radica en descubrir que la película versa sobre una etapa de la vida del poeta Dylan Thomas, interpretado por un estupendo Matthew Rhys, que da vida de forma canallesca al artista en cuestión. Un ser despreciable, manipulador pero a su vez poseedor de un extraño magnetismo. Sin duda alguna, es lo mejor de la cinta ya que pese a la animadversión que logra despertar en el público también consigue que disfrutemos de forma perversa de su cinismo, de sus pérfidas aventuras y de su descaro. Es el homólogo al Clive Owen de Closer.
Y es aquí donde me gustaría establecer mi teoría. El fantasma de este personaje va más allá de lo que interpreta Matthew Rhys. De hecho, impregna todas las capas existentes en la película, pasando por el guión, la interpretación o la dirección. Todo tiene el sello de la actitud cínica de la que hace gala el Dylan Thomas del film.
John Maybury, autor de películas tan interesantes como irregulares como The Jacket o El amor es el demonio, es un director que conoce perfectamente su oficio y de hecho, podría decirse que anda sobrado de él. Una cuidada puesta en escena, una buena dirección de actores y de siempre saber (o al menos, aparentar) lo que quiere. Pero es aquí donde entra en juego el fantasma de Dylan Thomas. Toda la dirección del film parece estar enarbolada con la actitud del poeta: con una gran pretenciosidad y una pedantería, de esas que cortan el hipo. De esas que rompen el pacto de verosimilitud entre creador y espectador y hace que uno piense que los personajes que desfilan ante la pantalla no son ni menos fantasiosos que los creados por James Cameron en su Avatar.
El caso más risible está en el soldado interpretado por Cillian Murphy. Supuestamente el personaje más diferente al resto pero al que no le sobran escenas de pomposidad y de chulería (sus intentos de cortejo a la Knightley, las conversaciones con Dylan Thomas, etc…).
Los diálogos en el film pretenden ser inteligentes, sutiles y llenos de ambigüedad pero en realidad quedan forzados. Personajes títeres llevados por los capricho de su irresponsable guionista (curiosamente, la guionista es la mamá de Keira Knightley). Escenas que recuerdan de alguna manera a las que nos tiene acostumbrados Isabel Coixet en sus películas, en las que uno no acaba del todo creerse a sus personajes, ni lo que dicen, ni el sentimiento que supuestamente está impreso en la escena. Todo demasiado elaborado, todo demasiado irreal.
En cuanto a las relaciones del cuarteto protagonista la que sale ganando es la existente entre Keira Knightley y Sienna Miller. Una imprevista amistad entre ambas teniendo en cuenta los lazos que las unen. Por supuesto, John Maybury, quizás llevado por impulsos morbosos, no duda en hacer algún apunte, aunque sea de forma timorata, de una relación más allá de la amistad entre ambas mujeres. Por aportar algo que no quede.
En definitiva estamos ante un film ciertamente desconcertante con una escasa claridad en su tono y que nunca llega a ser lo que pretende ser. La prueba está en unos títulos de crédito que suponen una ruptura con el tono que posteriormente llevará el film, tanto del punto de vista visual, como dramático e incluso narrativo. Los títulos recuerdan a los de Ocean’s Twelve, con sus colores rojos y chillones y con una música de época alegre, denotando cierta irónica intrínseca (de nuevo el dichoso fantasma de Dylan Thomas) pero que luego no estará presente, ni siquiera de refilón en forma de apunte intradiegético, en el film.
Quizás Maybury pensó que un poco de aire fresco no le vendría mal al público antes de mostrar toda su poesía.
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