Que en la factoría de los sueños llevan unos cuantos años escaseando las ideas no es nada nuevo. Los remakes, reboots, spin offs y todos los términos anglosajones con los que se quiera disfrazar la nula imaginación de los responsables están hoy más que nunca a la orden del día. Y casi siempre con unos resultados paupérrimos. Si algo funcionó, ¿por qué no hacernos ricos destrozándolo? Este parece ser el mercantil argumento.
Aquí se pretende contar cómo llegó el mago de Oz a ser lo que es. Básicamente, un ilusionista de poca monta que trabaja en un circo ambulante aparece de repente en un lugar mágico tras escapar en globo y caer en un tornado. Lo que allí puede ser suyo le mueve a quedarse y así nos metemos de lleno en un cine presumiblemente de aventuras. El arranque, de todos modos, es prometedor encuadrando la imagen en una relación de aspecto inhabitual en el cine como es el 4:3, para entendernos, el mal llamado cuadrado de los antiguos televisores. Con este ratio y un blanco y negro llamativo nos cuenta la vida del mago en el circo. No son más que cinco minutos donde solo resulta original la realización, porque los devaneos de los personajes, las líneas de diálogo y el movimiento de la historia es el camino más fácil elegible.
Al montar en el globo que representa la vía de escape, también se nos transporta a nosotros al dichoso mundo de fantasía a través de una fotografía que rompe con la monotonía del blanco y negro para entregarse con delirio al uso desmedido del color, el brillo, los contrastes saturados y la explotación (justificada o no) de la tecnología tridimensional. La transición del tratamiento de la imagen es perfecta gracias a la propia necesidad narrativa pero también al ensanchamiento del aspecto de la imagen en pantalla hasta llegar al habitual de las salas.
Una vez instalados en Oz, todo está visto hasta la saciedad y no porque los escritos de L. Frank Baum o la original de 1939 hayan tenido una importancia supina en la elaboración de este nuevo acercamiento. Los homenajes están, la recreación del entorno no escapa a los lugares comunes pero el resultado está más cerca (y es obvio que así sea) de los productos que acontecen hoy día donde la acción se supedita al millonario presupuesto y las pantallas verdes. Y más cerca que de ninguna está de la adaptación de Burton del cuento de Lewis Carroll producida por la mente que aquí también se ha decidido a rodar la misma película, de una manera casi literal. A la manera en que Van Sant entregó su Psicósis o Haneke aprovechó el dinero hollywoodiense con la versión americana de Funny Games, Joe Roth pretende repetir su éxito a base de trillar cuentos tradicionales sin cambiar un ápice su oferta (lo cual tiene sentido desde un punto de vista comercial, pero lógica ninguna en el aspecto artístico, se diga lo que se diga).
Y en medio de todo esto y sin saberse muy bien porqué (se diría que ambos poseen una fortuna como para no tener que trabajar nunca más) Sam Raimi pone el ojo y James Franco la cara. El primero está totalmente encorsetado por lo que se espera del dinero que se le ha pagado y nos entrega una dirección aburrida, sin personalidad y apabullada. Solo en el comienzo y en momentos que se pueden contar con los dedos de la mano le permiten dejar su sello personal. Franco, por su parte, está perdido en una nebulosa, sin decidirse a ejercer de un Depp o Downey Jr. de saldo o darle vida propia a Oz dejando su lado más fantasioso salir. Y cuando eres dubitativo el resultado no puede ser bueno: James Franco es un notable intérprete pero no desborda fantasía y tampoco tiene el magnetismo de Depp por lo que al final nos entrega una inmensa sonrisa continua luciendo dentadura y un porte más cercano a un camarero de catering que a Houdini. Por allí andan también Mila Kunis, Rachel Weisz y Michelle Williams intentando aprovechar el tirón que tienen últimamente las brujas.
Un engaño comercial bien vendido como un remake de uno de los clásicos más queridos del cine con nombres potentes haciendo girar la máquina sin la menor atención.
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