Submarine

Submarine: Crecer soñando

El actor británico Richard Ayoade –más conocido por su papel de empollón informático en la serie The I.T. Crowd– ha escogido la primera novela del autor Joe Dunthorne para rodar su debut cinematográfico.

 

Oliver es un púber medio con filias y fobias discordantes con su edad, atrapado en una ciudad austera, triste, en donde confluyen dos miedos muy reconocibles: la distorsión familiar y la búsqueda del amor. Es inevitable pues, como han hecho todos los medios que se han referido a la novela, hablar de El guardián entre el centeno como la más clara influencia.

 

Submarine

 

Dada su trayectoria, tanto escribiendo y dirigiendo como interpretando, uno pensaría que Submarine no es el proyecto más adecuado para alguien como Ayoade. Podemos encontrar su experiencia tras la cámara en vídeos musicales de grupos como Arctic Monkeys (su líder, Alex Turner, es íntimo amigo del director y escribe para la película un buen puñado de canciones) o Vampie Weekend; y en comedias televisivas para las que además ha actuado y escrito. Sin embargo, hace visible su error a todos los escépticos. Se trata de uno de los largometrajes más personales y visualmente potentes de cuantas óperas primas han acontecido a lo largo de la última década.

 

Es necesario deshacernos de la imagen de Maurice Moss (su papel en Los informáticos) y dejarnos atrapar por la elegante soltura de su cámara a través de planos sobrios, encuadres repletos de rectitud y un valeroso intento de innovación mediante ruptura en la presentación de sus referentes más obvios (desde Los 400 golpes de Truffaut y toda la Nouvelle Vague hasta el cine -mal llamado- independiente más actual). Los progenitores del héroe están referenciados –de una manera más que clara– en todos y cada uno de los personajes del universo de Wes Anderson, por ejemplo. Se detiene en los detalles nimios, que un autor sin alma pasaría por alto, para que la narrativa se nutra de ellos: las manos con eccema de Jordana con las que pellizca su pelo, el metarrelato en forma de cortometraje con el que se nos cuenta la relación de amor entre ambos adolescentes y una bellísima escena hacia el final de la cinta en el que el cuarto del protagonista se funde con el océano.

 

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En esa entelequia que para Oliver es la vida, tienen espacio todo tipo de sentimientos. El escenario donde tiene lugar la acción encierra al espectador en un poso de intranquilidad: aun resultando un paraje hermoso, no es óbice para que la soledad y la calma tensa que vive el protagonista se nos cale hasta los huesos. El texto está cargado de ese humor tan británico: agridulce, irónico, tan real que escuece hasta el punto de arrancarnos una carcajada. La traslación de las palabras a imágenes sugiere un dramatismo que, en otras manos podría dificultar la aparición de la comedia, pero que en esta ocasión se ve potenciada por el talento innato de su responsable.

 

Esa hilaridad no proviene tan solo de la dirección. Paddy Considine tiene en sus manos un papel que explota a las mil maravillas, rol que le permite transitar dos caminos distintos que surgen del mismo punto: la amenaza que estresa a Oliver y a su vez el generador de las escenas más cómicas de la película. Por su parte, la pareja protagonista tiene las caras de dos semi-debutantes: Craig Roberts y Yasmin Paige. El primero engrandece la oportunidad brindada con una austeridad y un magnetismo que traen a la memoria al cada vez más soberbio Joseph Gordon-Levitt, mientras que por su parte la fémina del relato confiere a su personaje un aura de femme fatale indispensable para el devenir de los acontecimientos.

 

La aparente facilidad con la que Ayoade consigue crear un cine y estilo propios, innovadores, repletos de influencias demasiado explotadas, dota al largometraje de un sentido impositivo para todos los amantes del cine de autor.

 

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