Cuentan aquéllos que desdeñan la palabra hablada en el celuloide, que el cine se debe valer siempre de la imagen, su medio natural y lugar de donde debe brotar su mayor expresividad. Quién iba a decir que una película de 1924 es el ejemplo perfecto de ese principio en pleno siglo XXI.
El último hombre (o solamente El último), una película muda de F.W.Murnau, es una de los mayores paradigmas de esa frase tan manida que es contar una historia en imágenes. Obligada por su condición temporal, su director realizó un ejercicio cinematográfico puro, obteniendo unos resultados soberbios.
Si se hubiera realizado hoy en día, sólo echaríamos en falta algunos diálogos que los actores sustituyen en ésta con la expresividad actoral de la época. Lo demás no necesita ser hablado, narrado o mostrado por otro medio, ni siquiera por los rótulos tan imprescindibles en esos años. Aunque afloran puntos comunes, como una estupenda secuencia onírica o una iluminación llena de claroscuros y sombras recortadas, no debe ser enmarcada dentro de lo que se conoce como expresionismo alemán (Para quien escribe sólo hay una película propiamente expresionista, siendo condescendientes dos o tres). Su sitio está dentro del Kammerspielfilm, cuyo significado literal es: Teatro de cámara, y su interés particular, la focalización de los problemas humanos más sencillos, con situaciones mundanas y en ambientes reconocibles para el público general.
Podríamos decir que son las primeras películas de índole social de la historia, como demuestra la sustitución del final ideado por Mayer y Murnau, por otro que… dejémoslo en que se debían plegar a ciertas exigencias. No obstante, ni ese cambio tan radical la hace cojear.
Es imposible perderse en este laberinto de talento, donde su emblemático y protagónico minotauro, Emmil Jennings, nos ejerce de perfecto guía.
Jennings es un hombre poderoso que hace de su personaje una contradicción continua, en una lucha extrema por mantener un estatus social labrado con el esfuerzo y la humildad que suponen el haberlo dado todo por su trabajo. Ahora, sin llegar a asumir que la edad no perdona a nadie y que el mundo no se detiene, pero las personas sí, intenta amoldarse a una nueva situación que le es desconocida. El miedo le absorbe, la vergüenza le rodea, la mentira le susurra al oído lo que tiene que hacer. Pobre hombre, pobre desdichado al que han despojado de su uniforme…
Cuando yo era una astilla del tronco que soy ahora, mi padre, para entrenar mi mente en la lectura, me daba a leer libros como Colmillo Blanco de Jack London, Robinson Crusoe de Daniel Defoe o La isla del Tesoro de Robert Louis Stevenson. Obras que tras una aparente capa de sencillez, esconden una estructura compleja y de dificultad extrema. Si alguien quiere aprender a ver -o hacer- cine, necesariamente debe ver ésta, en apariencia, sencilla película.
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