Bernardo Bertolucci se ha convertido en un clásico, uno de esos directores que no pierden fuelle a medida que avanza su carrera, y que después de maravillas como Novecento (1976), puede sorprender tiempo después con Soñadores (2003). A la temprana edad de 22 años y en un ambiente heredado del neorrealismo italiano daba a luz a su primer largometraje, La cosecha estéril (1962), de la mano y guión del ya asentado en la época Pier Paolo Pasolini. Le fueron sucediendo grandes películas que llegaban a labrarse no sólo un puesto de éxito/fama sino de calidad. No debemos olvidar el revuelo que causó la mantequilla en esos tiempos que los españoles cruzaban la frontera para encontrarse con El último tango en Paris (1972). Aunque hoy en día ese carácter brutalmente erótico que suponía la película ya se haya quedado atrás.
Aun así el erotismo ha sido un tema clave en la filmografía del italiano, ya sea entre amigos, enemigos, jóvenes, maduritos o hermanos. La sensualidad y calidez con que Bertolucci trata sus planos denotan una gran expresión poética. Recordar que el italiano comenzó su andadura con la intención de dedicarse justo a eso, a la poesía. Sus planos y encuadres le han terminado sirviendo a modo de palabras para construir una belleza única en sus filmes. Mantiene un estilo característico, mezcla de cultura italiana y francesa, la primera por su tierra (nativo de Parma) y francesa por la revolución que tanto persigue. Queda claro en las cinco horas de la mencionada Novecento que al director le gusta combinar el drama histórico con el personal. En Tú y yo (Io e te) sin embargo, abandona la Historia para centrarse en una revolución interior y personal, desde dos puntos de vista.
Antes de introducirse en el relato situémonos en uno de esos momentos en los que a todos nos gustaría desaparecer de la sociedad, ponerse una capa invisible y no tener que dirigir palabra a desconocidos ni conocidos en el portal. Porque nos encantará relacionarnos y compartir experiencias, pero la soledad se hace cada vez más necesaria en este mundo de caos y ruido.
La insociabilidad del protagonista podría considerarle como un adolescente raro. Los problemas de soledad e inconformismo se muestran ya desde la primera escena de psicólogo donde se introduce el conflicto de padres divorciados. No encontrarse en su ambiente, o simplemente no querer adaptarse a modo de protesta le llevan a escabullirse de un viaje escolar a la nieve, mentir a su madre y aislarse en el sótano de su casa durante esos días. Pero lejos de su objetivo de conseguir tranquilidad, irrumpe en su espacio una hermanastra por parte de padre, hace tiempo casi desterrada de la familia. Ambos comparten su huida del mundo y chocan en un juego de amenazas y chantajes que termina suponiendo un acercamiento fraternal. Ella llega para recuperarse del mundo de la droga. El aprenderá a preocuparse por alguien que no sea una mascota. Juntos, ella y él bailaran en un juego con altibajos. Es un juego para ella, que recuerda más a la figura femenina de Eva Green en Soñadores que a la inocente Liv Tyler de Belleza robada. Tea Falco lleva a cabo una interpretación sublime, mezclando belleza, excentricidad y fuerza. No sorprenderá verla extenderse más allá del panorama italiano. En cuanto al joven Jacopo Olmo Antinori se nota una cierta falta de experiencia, pero a la vez tiene la capacidad de introducirnos en la rareza del personaje con un odio-amor constante.
El visionado merece la pena sobre todo cuando empieza a sonar David Bowie con Ragazzo Solo, Ragazza Sola. Es el único momento, aparte de la ya recurrida huella bernardina del recurso a modo voyerista del espejo, donde se reconoce al artista. Ausente en la mayor parte del resto del film. Quién busque encontrarse con una obra maestra característica de Bertolucci se encontrará con algo bastante lejano a la calidad con la que nos tiene acostumbrados. Los planos, la iluminación y la escenografía son brillantes. Pero la obra no pasa de ser un simple entretenimiento con algo de reflexión superficial.
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