Un descenso a los infiernos, un descenso carnal a los infiernos. Una cosa queda clara desde la primera escena del film: la pasión, la obsesión, la adicción, la condena al sexo en la que vive Brandon (Michael Fassbender), que condiciona toda su existencia sin que tenga la menor posibilidad de redención. Aceptación y culpabilidad, una contradicción que define a un personaje que es preso y carcelero al mismo tiempo, un ser esclavizado por sí mismo que vive atormentado por un pasado del que no se habla pero que les marca profundamente (tanto a su hermana como a él).
El sexo, su dependencia, es el aspecto que rige la vida de Brandon. Es su vía de escape de una realidad (la social) monótona, que lo oprime y en la que no se siente realizado. Pero es también la fuerza destructora que le consume y le incapacita para llevar a buen puerto cualquier relación «convencional» o estable. Una noche. Un polvo. Una emoción física. Tan poca cosa en el fondo, le libera y le condena.
La cotidianeidad, una inquietante cotidianeidad en la que todos sin excepción podemos vernos reflejados en mayor o menor medida, marca el tono de toda la película. Y es de esta forma como se justifica la gallarda presencia de Fassbender y de Carey Mulligan. Así funciona este mundo, el morbo y el escándalo no tienen lugar en él. Otra contradicción, la valiente normalidad.
Steve McQueen es un hombre de una sensibilidad al alcance de muy pocos recreando las secuencias más significativas de su discurso de una forma visceral y poética, atrapándonos y conduciéndonos a su universo de forma inevitable. Los momentos más tórridos y los más duros están narrados a través de imágenes y una música que nos transmite la fuerza de la escena y una enorme cantidad de sentimientos (y pensamientos). El cineasta británico conoce y disfruta, además, de la importancia que un simple plano puede tener y no le tiembla el pulso en mantener la cámara en un punto, poniendo el foco de atención en una mirada, en un acto carnal aséptico, en una mano… todo ello para potenciar una narración dura, que huye del juicio moral y que tampoco permite al espectador hacer lo propio.
En Shame los diálogos son importantes, pero los silencios son realmente portentosos. La máxima de una imagen vale más que mil palabras cobra su máxima expresión y las palabras que no se pronuncian dicen más que las que sí. O cómo se pronuncian. Todos los reconocimientos que puedan recibir o hayan recibido Fassbender y Mulligan son pocos.
Ambos comparten un turbio (se sobreentiende) pasado que si no los ha transformado en lo que son, si ha sido un factor determinante. Están carentes de afecto pero cada uno lo refleja de una forma opuesta. Y aunque Brandon llegue a mostrarse violento y odioso con su hermana por poner patas arriba su controlada condena, su reacción ante la actuación de Sissy denota la conexión existente entre ellos.
Shame es un título difícil, que escapa por completo de los círculos comerciales por temática y la forma de abordarla, como buen cine de auteur en el que música, montaje, fotografía (con sus tonos fríos y en la debacle un rojo «infernal»)… todo está al servicio de la historia. La cual, además, no da opción a la redención del protagonista. Del infierno no hay escapatoria ¿o sí? La respuesta depende de cada uno.
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