La espera ha merecido la pena. Tras debutar con Nadie conoce a nadie hace doce años y participar en la serie Películas para no dormir, Mateo Gil ha vuelto a sentarse detrás de las cámaras para dirigir un western crepuscular que recupera el espíritu crítico de los clásicos norteamericanos y lo dota de una personalidad propia.
En los últimos años estamos siendo testigos de un resurgir del género, o al menos de un acercamiento por parte de destacados nombres de la industria americana: los Coen y su Valor de Ley (2010), Brad Pitt protagonizando El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007), Apaloosa de Ed Harris, Rango de Gore Verbinski (2011)… incluso Tarantino ha sucumbido con Django Unchained.
El western es un género que ha sufrido altibajos a lo largo de su historia pero siempre ha tenido la capacidad de dejar títulos atemporales como Grupo Salvaje, Bailando con lobos, Centauros del desierto, El hombre que mató a Liberty Valance, Sin perdón…
Blackthorn recupera el sentir de todos estos films y, en un momento de crisis como el que vivimos, tiene la intención de recuperar algunos de los valores que se defendían en este género como son el honor, la redención o la amistad. Y lo hace con una mirada europea. Mateo ha sabido trasladar los códigos de un género eminentemente americano y lo ha adaptado a sus necesidades –demostrando su conocimiento del género– para configurar una obra intimista y de una gran belleza estética que reivindica su status dentro del cine español.
El guión de Miguel Barros «revive» la figura de Butch Cassidy, se plantea un futuro en que el forajido no murió en Bolivia, sino que, tras fingir su desaparición, cambió de nombre y se ocultó en un rancho del país andino, forjándose una nueva vida como criador de caballos. Con el final de su vida en el horizonte, Butch decide que es tiempo de volver a su casa pero la aparición de Eduardo Apodaca (Eduardo Noriega) trastoca sus planes llevándole a vivir aventuras como las de su juventud.
Blackthorn enfrenta la mirada nostálgica de un mundo con unos principios muy marcados a un presente cruel y confuso. Pero no se limita a recordar a los clásicos westerns de Ford o Peckinpah, sino que establece un paralelismo entre la época en que transcurre la trama (principios del XX) y la actualidad. Así, mientras Apodaca representa esta perspectiva de obtención del interés personal sin importar las consecuencias ni a quién hay que perjudicar para lograrlo; Cassidy aboga por la justicia y el no todo vale.
La figura de James Blackthorn y gran parte de sus motivaciones vienen determinadas por esa nostalgia; se alude continuamente a su pasado –ya sea en flashbacks o en sus propias acciones y conversaciones– en busca de su identidad ya que, a pesar de haber vivido más de 20 años como otro hombre, sigue siendo Butch Cassidy.
El film además, plantea otra cuestión. Todos nuestros actos tienen sus consecuencias. Ninguna de las decisiones que toman los protagonistas –ya sean por convicción o de forma errónea– quedan sin sus efectos. Estos deben, antes o después, enfrentarse a ellas y no siempre salen bien parados.
Blackthorn es, ante todo, una película de autor que, enmascarada como un western con aire clásico, recupera al Mateo Gil director para alegría del cine español.
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