Últimamente está teniendo lugar una revitalización del género de acción ochentero más varonil y tosco. Teniendo en cuenta que las modas (sean éstas de género, estilo o faceta cultural) son cíclicas, a nadie debería sorprenderle que, por vasto que sea, vuelva con fuerza. Lo realmente chocante es el hecho de que los héroes sean los mismos que entonces, pero con treinta años más sobre sus musculados hombros.
Habida cuenta de que su popularidad anda por las cloacas, Mel Gibson ha intentado durante los últimos años recuperar el puesto que ostentaba durante su época dorada. O, al menos, no ser el blanco de todos los odios y las bromas más crueles. Su amiga Jodie Foster intentó levantar lo poco que pudiera quedar de su talento interpretativo brindándole un papel goloso con olor a galardones en El castor (2011), pero no pareció llegar muy lejos pese a los elogiables intentos del sargento Riggs.
Como ni el drama de Foster ni la forzada Al límite (Martin Campbell, 2010) le han reportado prácticamente nada, es el propio Mel quien se ha creado un proyecto en el que poder divertirse. Esa es la mayor baza y tres cuartas partes de la potencialidad de la película. Es un producto ideado de principio a fin por el icónico actor, en el que además de interpretar al protagonista co-escribe el guión y produce a través de Icon. Además, sabedor de que los mercados no están ahora para exquisiteces personales, ha decidido saltarse a la torera los caminos de distribución habituales y ofrecer la cinta a través de otros canales, como ya lo hiciese Paco León con su ópera prima. Es decir, de Mel para Mel y sus fans (si es que todavía le quedan).
En sus proyectos como director buscaba cautivar al público a través de la grandilocuencia. Quien sabe si por falta de ideas espectaculares, losas presupuestarias (bastante dudoso, ya que sus filmes han recaudado millones a espuertas) o vaya usted a saber, ha tenido que dejar atrás sus napoleónicas inquietudes y centrarse en disfrutar como un niño rodando lo que de verdad parece apetecerle. Si Stallone ha reunido a los suyos (y olvidando al bueno de Mel) para relanzar su género, Gibson intenta ofrecernos un Arma Letal (Richard Donner, 1987) (con muchísimas carencias) adaptado a los tiempos que corren.
Un coche conducido por un criminal con los mismos escrúpulos que miedo es perseguido a toda velocidad por las autoridades americanas y acaba cruzando la frontera con Méjico para ser encarcelado allí. Eso en cinco minutos, el resto un encierro esperpéntico en una cárcel con alma de ciudad donde todo el mundo parece estar libre entre los muros de la prisión. Así de fuerte comienza esta comedia de acción con la que Gibson puede hacer gala de todas sus facetas interpretativas.
La premisa está basada en las investigaciones que el equipo llevó a cabo sobre las cárceles mejicanas. Es harto complicado saber si lo que se presenta en la pantalla es realmente la situación que se vive allí, pero desde luego, de ser la realidad, es una naturaleza perfecta para ser filmada (otro acierto más para el valedor del proyecto). Ese penal llamado El pueblito encierra una mafia sucia, la ley del más fuerte, una tierra de oportunidades para los más avispados y una violencia polvorienta. Todo ello muy bien recogido por el apreciable talento de la cámara de Adrián Grunberg, quien hasta el momento solo había sido ayudante de dirección.
Quizá sean demasiados los elogios para Mad Max, pero lo cierto es que, a pesar de sus deslices públicos, el neoyorkino es un tipo muy inteligente. Se ha creado un papel sin remilgo ninguno, para poder lucirse y hacer ver al respetable que todavía le queda fuelle. Despide carisma en cada secuencia del modo en que solía hacerlo y, para qué engañarse, las historias de regresos siempre son bienvenidas.
Junto a él se ha rodeado de actores latinos y pocas caras conocidas. El más reconocible es Peter Stormare (el inolvidable nihilista de El gran Lebowski [Joel Coen, 1998]) en un papel que prácticamente es un cameo. Dando vida al chico que guía al protagonista a través del presidio está Kevin Hernández, quien es uno de esos niños que de tan listos generan rechazo; sin embargo, en su rostro descansa la composición adecuada para mostrar ingenuidad a la par que experiencia.
Pero si por algo merece la pena el visionado, además de las razones anteriormente citadas, es por ver a uno de nuestros actores menos reconocidos dándole la réplica al personaje principal. Daniel Giménez Cacho tiene una dilatada carrera tras de sí con pocos éxitos y papeles difíciles de recordar (La mala educación de Almodóvar sea posiblemente lo más rimbombante) aún siendo un gran intérprete, y aunque no elabora aquí su mejor actuación, es partícipe de una escena imprescindible por estrambótica. Mel Gibson y él entablan una negociación hablando en un español macarrónico el primero y mejicanizado el segundo. Está claro que no pasará a los anales de la cinematografía pero desde luego arrancará carcajadas a los espectadores más irónicos.
Volver a disfrutar del Mel Gibson más socarrón y macarra siempre es un placer, aunque sea en productos de calidad menor.
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