Superada (con éxito) la compleja tarea de reimaginar una saga y unos personajes con más de 40 años de historia que venciese los prejuicios de los fans y los no iniciados, y resultar accesible para estos últimos mientras ofrece el suficiente número de guiños para respetar la esencia de su original; el reto ahora estaba en saber profundizar en la historia manteniendo el listón de su predecesora. Y vaya si lo han conseguido.
A pesar de contar con un guión bastante más flojo que el de su antecesora –es fácil echarle la culpa a Damon Lindelof–, Star Trek: En la Oscuridad supera con creces a muchos de los blockbusters que han pasado por nuestras salas en las últimas semanas –véanse El Hombre de Acero o After Earth– entroncando al mismo tiempo con esos films de acción y aventuras que realizados en los 80 siguen negándose a envejecer. Si ya con Super 8 J.J. Abrams hizo un sentido homenaje al cine de entretenimiento de la época, en esta secuela de la incipiente saga trekkie las evocaciones a los Spielberg y Lucas ochenteros son constantes (confirmándose de paso el acierto de Disney fichándolo para revitalizar Star Wars).
Así, partiendo de un prólogo que bien podría haber firmado el Rey Midas de Hollywood para alguna de sus entregas de Indiana Jones en el que las aventuras y la comedia van de la mano, Abrams imprime un ritmo trepidante a una película que si de algo puede enorgullecerse es de no dar ni un respiro al espectador. Más de dos horas de puro espectáculo en los que no cesa la acción. Y es que, aún cuando director y guionistas se esmeran en ahondar en las relaciones entre los tripulantes de la U.S.S. Enterprise, la película no puede esconder su vocación de thriller de acción con un Chris Pine al que le encanta saltar de una plataforma a otra y un Benedict Cumberbatch que construye su personaje a partir de una imponente presencia física.
Al respecto de las relaciones personales que se exploran en el film, estas se dirigen sobre todo a conocer a los personajes a través de cómo les ven los demás. Las interacciones entre unos y otros son puros ejercicios de empatía, de forma que Kirk no valora lo suficiente la labor de Spock (Zachary Quinto) hasta que no se pone en su lugar y viceversa. Incluso la ambigüedad que presenta el villano de la función potencia esta estrategia, obligando a los héroes a tomar su punto de vista para avanzar en la trama. En el fondo este es el tema principal de esta secuela. Un fondo, además, que permite que el grueso de la tripulación: Zoe Saldana, Karl Urban, Alice Eve, John Cho, Anton Yelchin… tenga una mayor presencia.
Siendo un ejemplo de como debe ser un blockbuster, hay dos elementos –o personas– sin los que Star Trek: En la Oscuridad no sería la misma película: Michael Giacchino y Benedict Cumberbatch. El primero es un habitual de J.J. Abrams y compone una portentosa banda sonora que eleva de forma determinante el nivel de la producción. Ayuda de tal forma a la historia que hace menos evidentes las debilidades del guión y potencia e intensifica el poder de las grandes escenas de acción (bastante superiores en calidad, obvio, a las de su predecesora). El segundo, al igual que Eric Bana en 2009, pone rostro al personaje más carismático del film. Gran parte de la fuerza de su interpretación radica en su porte y su temible voz –en la versión original–, que lo erigen en un operístico villano que encaja a la perfección en la grandilocuente puesta en escena. Cumberbatch se dedica a robar planos cada vez que aparece en pantalla lo que, dado el recorrido que tiene a lo largo del film, deja la sensación de estar bastante desaprovechado. Lo mismo, salvando las distancias, que ocurre Peter Weller, uno de esos nombres que contentan al sector más cinéfilo del público y que dan empaque a cualquier proyecto.
Un apabullante apartado técnico, un ritmo vibrante que debe mucho a su banda sonora, un villano de los que ya no se encuentran en este tipo de historias y un sentido del entretenimiento que rememora la mejor tradición de los reyes del mainstream de hace unas décadas. Star Trek: En la Oscuridad es un blockbuster –en el buen sentido– con mayúsculas.
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