The Master

The Master: El marinero, el profeta y la cienciología encubierta

Con el permiso de los grandes maestros, Paul Thomas Anderson es probablemente el mejor cineasta en activo. Afirmar esto puede sonar exagerado pero se acerca mucho a la realidad. Pese a no ser un director deliberadamente comercial cuenta con una legión de seguidores apabullante ansiosos de sus nuevos proyectos. Porque a sus 42 años y con tan solo 6 películas en su filmografía ha conseguido que el tiempo de maduración entre proyecto y proyecto se nos haga a aquellos que amamos el cine tan largo como una travesía por el desierto.

 

Para su nueva incursión en el largometraje ha escogido acercarse a unos de los baúles más interesantes para los contadores de historias pero también más enrevesados y cargados de polémica: la creación de una nueva religión. Freddie Quell (maravillosamente interpretado por Joaquin Phoenix, pero más adelante hablaré de ello) es un marinero que al volver de la guerra no encuentra su sitio. Trastornado, bravucón y perdido se lanza a la búsqueda de un hueco en la sociedad en la que sentirse aceptado, pero no parece ser tarea fácil hasta que encuentra a Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), quien parece comprender al ex combatiente y le tiende su ayuda.

 

Joaquin Phoenix en The Master

 

Elegir algo tan lleno de oportunidades como la fundación de una religión, culto, secta, o como quiera llamarse a lo que presenta la película, puede hacerse desde mucho ángulos distintos. Podría haberse optado, y quizá era lo que medio mundo esperaba cuando se supo que el proyecto estaba en marcha, por una dura crítica contra la iglesia de la cienciología (pues aunque Anderson no quiera admitirlo, las similitudes, sobre todo en la figura de su padre creador, rayan lo obvio), pero no es esto lo que nos encontramos. La opción de vitorear, incluso quizá de forma irónica, las glorias de un nuevo profeta y la ayuda que puede proporcionar a los caídos también hubiera resultado válido. Sermonear, evangelizar, adoctrinar. Millones de opciones tienen cabida cuando comienza esta aventura. Sin embargo, su director opta por no escoger ninguna, ser un simple observador y contar con objetividad y cierta distancia lo que ocurre, permitiéndose únicamente un par de arrebatos para justificar la doblez del antagonista. No es una mala apuesta, pero se echa en falta más mala uva.

 

Artísticamente, es un ejercicio de pleno rendimiento. La primera hora de metraje es hipnótica. Haciendo gala de ese tipo de cine que solo él puede rodar, nos sumerge, sin que sepamos muy bien cómo, en un mundo lleno de evocaciones, en la angustia de la época, el miedo palpable. Lo hace a través de un montaje y unos encuadres provocadores, milimetrados, sin la velocidad a la que nos tiene acostumbrados pero con la misma vertiginosidad. El acompañamiento de los purgatorios sonoros que el guitarrista de Radiohead Johnny Greenwood nos plantea (como ya hiciera en Pozos de ambición [2007]) se une a la embelesadora realización de Anderson para guiarnos con nuestra completa devoción. Pasados los dos primeros actos, decide con todo el propósito frenar el magistral ritmo ofrecido, pues ya no le es necesario mostrar tanto, sino que ahora necesita que el espectador se detenga y reflexione. Ya no es tan importante el cómo, ahora la atención es necesaria en el qué. Y esa es la pena de la cinta, la falta de un último acto tan apisonador como los dos primeros, que te deje pegado a la butaca. Es una decisión pensada y la manera de contar lo que ha elegido transmitirnos es igual de magnífica que la locura de todo su cine. Pero la puntillosa sensación de «yo quería un poco más de esto» queda ahí.

 

Philip Seymour Hoffman en The Master

 

Además de un gran narrador, el director de Magnolia (1999) es un sublime creador de papeles memorables y se encarga de encontrar el actor adecuado para cada uno. Sacó lo mejor de Tom Cruise; Julianne Moore nunca ha vuelto a interpretar un papel tan glorioso como el Linda Partridge de Magnolia; nos descubrió a talentos como John C. Reilly o Philip Seymour Hoffman. Este último nos regala aquí una vez más un trabajo de élite. Comedido como nunca lo ha estado, resulta un personaje carismático, mágico, atrayente, que nos atrapa tanto como su onanista atormentado de Happiness (Todd Solondz, 1998). Su esposa en esta ficción Amy Adams, sabe hacer que su papel brille desde un plano alejado, dejando que el plato principal de la función relumbre pero que su marca quede impregnada en la retina. Porque, señores, ese es el ingrediente principal de este filme, el absoluto duelo interpretativo entre Phoenix y Hoffman. Si el segundo, como ya he dicho, hace aquí de la mesura su valor, el primero despliega una colección de tics y maneras apoteósica, tanto que quizá esté un poco pasado en alguna ocasión. Sin embargo, cómo se echaba de menos al estupendo intérprete que aquí acontece, su histrionismo controlado, su rostro cortado que siendo feo nos resulta atractivo. Ambos son una bomba a punto de explotar perfectamente manejada por su director de orquesta.

 

The Master es la progresión lógica del cine del mejor director de la actualidad, pero no su mejor película. Habrá quienes salgan encantados y más que satisfechos, también serán varios los que piensen que Anderson ha aflojado cuando debía haber apretado. Lo único claro es que, como se suele decir, no deja indiferente. Solo nos queda clamar donde sea necesario para que la espera hasta su próxima película no sea tan larga.

 

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