Sin embargo, no hace tanto hubo una época en que eso no fue así. Había gente como Stanley Donen, Vincente Minelli, Robert Wise, Ginger Rogers y Fred Astaire, pasando por un Bob Fosse más oscuro que los anteriores, que lucían esa joya llamada musical con un porte extraordinario.
Y si a alguien le sentaba fenomenal, era al único e inimitable, Gene Kelly, que hacía las delicias de cuantos espectadores soñaban con verle, imitaban sus pasos, tatareaban sus estribillos, o fingían enamorar a su novia con las mismas palabras que el pronunciaba o, cantaba.
A Gene Kelly le debemos grandes musicales, no sólo por sus bailes y sonrisas, sino porque las películas en las que aparecía las hacía suyas, ya fuera colaborando en la dirección y en las coreografías, comiéndose la pantalla con su dulzura o tomando decisiones que finalmente acababan por imponerse a los criterios de productores o directores.
Cuestión de gustos, ha sido y es el mejor intérprete-bailarín junto a Fred Astaire de la Historia del cine, pero si por alguno de esos musicales se le recuerda especialmente es por Cantando bajo la lluvia, una delicia cinematográfica envuelta en papel de regalo con un enorme lazo rojo por cuyas curvas se te invita al mayor disfrute de todos.
Destacar sobremanera, su inquebrantable espíritu juvenil. No pasan los años por ella, no tiene ni una arruga ni una arista, ni una vulgar pata de gallo, permanece incólume al tiempo.
Su impulsor fue Arthur Freed (productor), que tras escuchar la canción Cantando bajo la lluvia en otra película de la década de los cuarenta, decidió realizar una más completa y espectacular en la que hubiera un número musical sonando a su ritmo. De lo demás se encargaron la dupla Donen en la dirección y Kelly en las coreografías, estableciendo un estilo tan particular y sincero como ya hicieran en Un Día en Nueva York.
Una visión cómica y cándida de la vida, que a su vez se refleja en el arte de situar la cámara siempre junto a aquél que baila, no a su lado, sino haciendo que ésta se convierta en una grácil e inesperada pareja que se mueve al compás con igual viveza.
Para todo el mundo occidental, el recuerdo imborrable e indeleble del número que da título a la película, capaz de permanecer en sus subconscientes sin ni siquiera saber de qué se trata en realidad.
Y para quienes la descubran ahora, «Make a laugh» de ese lujoso secundario que fue Donald O´Connor, la sonrisa de Debbie Reynolds y el repelente personaje interpretado por Jean Hagen que, irónicamente, era quien verdaderamente ponía voz a la jovencísima Debbie en las canciones.
Sin olvidarnos de lo importante de su argumento, pues refleja el reto que debió suponer para todos la adaptación del cine mudo al sonoro -algunos nunca lo superaron-, dejándonos desde la ficción los verdaderos problemas a los que la gente del cine tuvo que enfrentarse.
Un pedazo de historia en todos sus sentidos.
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