Guillermo del Toro co-escribe y produce este relato de terror basado en la obra de Alvin Schwartz que pone sobre la mesa el poder de las historias, pudiendo (parafraseando el leitmotiv de la película) no solo curar, sino también destruir. En la dirección se encuentra el noruego André Øvredal, otro autor versado en el género, quien poco a poco se va asentando en la industria norteamericana.
Con la clara intención de establecer vínculos con la situación actual del país americano, la acción nos tralada a la noche de Halloween de 1968, a escasos días de la elección de Richard Nixon como presidente de EEUU, que es caracterizado con temor y recelo. Pero la sombra de Donald Trump se extiende también al odio que sufre en sus propias carnes Ramón, uno de los protagonistas, que además de lidiar con el mal de turno, debe hacer frente a los prejuicios y el racismo más violento. Aún dirigida a un público joven, Historias de miedo para contar en la oscuridad es consciente de que su función no es solo la de entretener, sino la de reflejar y denunciar la realidad en la que nace.
Este discurso crítico está presente a lo largo del todo el filme, pero casi siempre en un segundo plano, complementando al relato de terror adolescente. En este aspecto, el mayor aliciente de la propuesta radica en presentarnos varias leyendas urbanas y mitos estadounidenses, ideal sobre todo para quienes estén interesados en cuestiones de folklore y tradiciones populares. Lo hace, además, huyendo -intentándolo al menos- del esquema de antología, apostando por una única historia en la que los desdichados protagonistas se enfrentan a diferentes peligros mientras buscan la forma de acabar con el maleficio responsable. Aquí vuelve a destacar la idea del poder que otorgamos a las historias, como una mentira repetida y repetida puede pasar por verdad o como aceptamos como verdad lo que queremos creer.
Historias de miedo para contar en la oscuridad ofrece, sin embargo, mejores intenciones que resultados. Sus buenas ideas no terminan de materializarse, quedando más apuntadas que otra cosa. La película se pliegua a los estándares de las aventuras de terror adolescente sin llegar a ofrecer nada que enganche al espectador más exigente, que ve como el director es incapaz de sorprender. Hay alguna secuencia interesante, capaz de generar una verdadera atmósfera de terror (como la qie protagoniza el espantapájaros que protagoniza el cartel del filme), pero no hay nada fuera de lo común. Øvredal se muestra muy conservador y nos ofrece un título tan funcional como olvidable.
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