Un invierno en la playa

Un invierno en la playa: Escribir sobre escribir

Quizá sea el ego, la falta de humildad o un poco saleroso ingenio el que hace que en las películas sobre escritores (y también en algunos libros; en ambos casos, aquellos de peor calidad) no se hable más que de libros y sobre autores. Siempre los mismos. Un invierno en la playa avisa ya desde su título original – Writers, aunque se ha visto modificado por el más soso Stuck in love –, y lleva a pensar en una retahíla de clichés prepotentes y de difícil digestión.

 

Sin embargo, resulta una entrañable, entretenida y valiosa comedia con tintes humanísticos que no supone la panacea cinematográfica pero se acomoda en su propio nicho. Un escritor de cierta fama no levanta cabeza desde el abandono de su mujer, quién sabe si por fe o pura cabezonería pasa el testigo a sus hijos y éstos intentan encontrar su voz mediante sus propios textos. Y así se pasa el metraje con flirteos, desasosiegos y tramas con poco recorrido.

 

Josh Boone, escritor y director de la cinta, demuestra moverse con soltura en historias románticas sobre primeros amores y segundas oportunidades con escenas melosas. Merece mención especial el hecho de que el autor intente dar esquinazo a los lugares comunes recalcando negativamente la obsesión por nombrar El guardián entre el centeno en este tipo de filmes, aunque por otro lado, no pueda evitar meterlo con calzador. Su estilo, por mucho que él quiera, se encuentra alejado de los jóvenes y más cercano (como es lógico) al cuarentón intentando reencauzar su vida que representa aquí Greg Kinnear. No tiene la capacidad de traslación que sí demostró Stephen Chbosky en Las ventajas de ser un marginado (2012) (comparación inseparable dada la aparición del prometedor pero un tanto encasillado Logan Lerman), donde a pesar de las referencias pop demasiado estiradas supo dar a sus personajes un poso de verdad que lo hacía especial.

 

Lilly Collins y Logan Lerman en Un invierno en la playa

 

Boone sólo tiene claro cómo debe comportarse un adolescente por (es de suponer) su experiencia vital y los millones de ejemplos cinematográficos que han rondado la figura de los musculitos, pimpollos y animadoras adolescentes. Por eso las secuencias en las que están presentes los hijos del protagonista resultan tan sobadas, el único ápice de originalidad (no tanta para los tiempos que corren) estriba en sus odiosas maneras de relatar sus vidas a través de las páginas, pero los sucesos son tan típicos que solo una buena interpretación y alguna línea de diálogo pueden salvar a esos personajes de la quema.

 

Y si en el caso del hijo menor (interpretado con decencia por Natt Wolf) son esos momentos en los que la conversación fluye sin tener que tirar de referentes trillados lo que hace de Rusty un personaje interesante, ocurre lo opuesto con su hermana mayor en la ficción. El papel de Lilly Collins (la Blancanieves de Mirror Mirror [Tarsem Singh, 2012]) es de esos que ya en su concepción dan alergia: un prodigio de las letras de 19 años escéptica, cercana al nihilismo y promiscua. Sin embargo, la naturalidad de la actriz lleva a hacer de su personaje el más interesante de la película, ninguneando los hechos que le tocan vivir para comerse a quien esté en la pantalla con ella. Con la salvedad del ya citado Lerman, quien a pesar de tener que volver a interpretar a un cuasimarginado tiene una química con Collins innegable. Kinnear encontró hace ya unas cuantas películas su filón y aquí dejar caer todo su ramillete de poses a favor del personaje. Jennifer Connelly tiene un peso determinante en la trama pero distinto del número de secuencias en pantalla por lo que resaltar su labor es tarea complicada.

 

Aprovechando las bases más que cimentadas del cine independiente, Un invierno en la playa dibuja una historia pequeña, de personajes en la que sus aciertos hacen sombra a sus fallos.

 

Deja un comentario:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *