¿Otra película de superhéroes? ¿La misma historia de siempre? ¿La lucha entre un malo malísimo y un bueno buenísimo? ¿Un peligro que puede acabar con el mundo y solo hay un hombre que pueda evitarlo?… Sí y no.

Al igual que hiciera Kenneth Branagh en Thor hace algunos meses, Joe Johnston sigue el esquema marcado para este tipo de producciones, pero obteniendo mejores resultados. Y eso que la presión era doble: hacer funcionar la película como un producto en sí mismo y como precuela de Los Vengadores. Johnston sale airoso de las dos.

Algo que, sin embargo, parecía complicado teniendo en cuenta el desastroso resultado de El Hombre Lobo (2010). Pero el cineasta ha sabido reponerse con título que respira aventuras por los cuatro costados y los más veteranos recordarán uno de sus primeros trabajos: The Rocketeer (1991). Su estética retro y de steampunk adaptada a la II Guerra Mundial (originariamente, el steampunk mezcla la época victoriana con unos imaginativos y futuristas avances tecnológicos) le otorga, además, un componente que difiere por completo de los títulos a los que nos tiene acostumbrada la industria en los últimos años.

Capitán América sabe construir su personalidad alejándose del tono épico de Thor o del tono más macarra y cómico de Iron Man y aboga por un tono aventurero más clásico; y al mismo tiempo logra entablar fuertes lazos con ambas producciones de cara a la película de Josh Whedon.

Lo sencillo habría sido presentar al Capitán América ya en la época actual y enfrentarlo a tropas enemigas de Oriente Medio, contra alguna multinacional con malas intenciones o un grupo terrorista; pero con gran acierto, Johnston y su equipo optaron por presentar al personaje, a Steve Rogers, desde sus humildes orígenes en plena GM.

Así, vemos a un tipo más parecido a un Peter Parker pre-picadura de araña que a un hombre capaz de salvar el mundo. Aunque a diferencia de Parker, Rogers sí muestra desde el principio la voluntad de tomar responsabilidades y luchar por lo que cree aunque no tenga ningún tipo de poder. ¿Y cómo se convierte un bajito y delgaducho neoyorkino en un superhombre? Gracias a un programa científico-militar. Capitán América nos presenta al hombre, sus circunstancias y sus motivaciones para convertirlo en el símbolo de toda una nación pero sin restarle importancia a la evolución del hombre corriente que hay tras la máscara.

En este sentido las semejanzas con el Spider-Man de Sam Raimi son más que evidentes. A pesar del gran poder que atesoran les siguen preocupando los asuntos más banales. Es decir, importa más el personaje que la acción (sin dejar ésta de lado).

Pero como todo héroe, el Primer Vengador también tiene a su alter-ego: Johann Schmidt, más conocido como Cráneo Rojo. Salido también de investigaciones científicas, su objetivo es apoderarse del mundo; un malo malísimo de los de toda la vida que no se detiene ante nada.

Sin embargo, se queda en eso, en un malo malísimo al que no le saben sacar todo el provecho. Lo contrario les sucede al plantel de secundarios: Tommy Lee Jones, Stanley Tucci, Toby Jones y, por encima del resto, Hayley Atwell. Cada uno en su rol se desenvuelve perfectamente y construyen un entorno propicio para que la película se disfrute en su plenitud y la historia se desarrolle sin demasiados tropiezos.

Así, con un héroe carismático y un villano a la altura, Johnston nos devuelve la fe en el cine de superhéroes como entretenimiento después de «joyas» como Green Lantern… aunque su final, Nick Furia incluido (¿o alguien pensaba que no iba a aparecer?) parece sacado de uno de los capítulos de Los límites de la realidad. Lo que está por ver es si esto tiene su continuación en la esperada (y temida a partes iguales) Los Vengadores.