Dos años hemos tenido que aguardar para su estreno en nuestro país, una larga espera que no ha cumplido las expectativas. En apariencia Franklyn parece guardar ciertas semejanzas con V de Vendetta y títulos similares: un hombre enmascarado que se enfrenta al sistema de una sociedad autoritaria.
Así se nos presenta a Jonathan Preest (Ryan Phillippe), un hombre si fe, en una ciudad en la que por ley hay que profesar algún tipo de culto o religión y en la que la autoridad son unos hombres trajeados, con sombrero de chistera y llamados «clérigos».
Sin embargo, la película se va pronto por otros derroteros. Nos encontramos, de un lado, este mundo atemporal y desconocido, con Preest en busca de un hombre al que llaman «Individuo» para asesinarle; y de otro, el Londres actual, en el que conocemos a tres personajes: Peter Esser (Bernard Hill), un hombre en busca de su hijo desaparecido; Milo (Sam Riley), un joven al que su novia ha plantado prácticamente en el altar; y Emilia (Eva Green), una estudiante de arte cuyo proyecto consiste en grabar sus intentos fallidos de suicidio. Dos realidades y cuatro historias muy dispares que al final confluirán entre sí.
Franklyn tiene grandes ideas y apunta intenciones pero la tónica general es de extrañeza, de no saber muy bien que pretende la película y de no saber cómo hacernos entrar en el juego que nos propone. Todo es confuso y a pesar de ello no sorprende lo más mínimo el desenlace; la respuesta a los misterios que se presentan se ven venir desde lejos. La película ofrece la impresión de ir dando tumbos entre las distintas historias sin llegar a contar nada. Ante esto pueden suceder dos cosas: o bien no terminamos de ver la película debido al aburrimiento y la estupefacción, o bien nos pasemos los 97 minutos que dura el film, deseando que termine.
Cada uno de los personajes tiene algún trauma que lo convierte en un pobre infeliz (sobre todo la siempre hermosa Eva Green), desde familiares con los que no se hablan hasta la aparición de amigos invisibles para superar los problemas. A esto hay que sumarle las críticas de un calado más o menos social y político contra la religión y ¡cómo no! a la guerra de Irak. Demasiadas cosas mal entrelazadas y explicadas. Se da, además, la curiosidad de que a lo largo del film nos ofrecen ciertas pistas de lo que está ocurriendo (al estilo de lo que sucede en Shutter Island, por poner un ejemplo), pero que pasan completamente a un segundo plano hasta que asistimos al tosco desenlace (explicaciones de todo lo visto incluidas). La sensación que se nos queda después del visionado no es la de: «¡Ah! Ahora lo entiendo todo«; sino más bien la de: «¿Para esto tanto marear la perdiz y tanta tontería?«.
No todo es negativo, visualmente, la ambientación de la parte que correspondería al mundo distópico, está muy bien lograda, a pesar de esa impronta pseudogótica que parece querer abrazar el cine de género en los últimos años.
Una cosa queda clara, Gerald McMorrow ha hecho lo que ha querido en Franklyn. Sino no es posible explicarse el porqué de la película.
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