Como bien decía el director británico Sam Mendes durante la presentación de la película en Madrid, sin la primera entrega del reboot de la saga, Casino Royale (2006), no podría haber esculpido Skyfall. Demos gracias pues a Martin Campbell, quien consiguió redimirse con el debut de Daniel Craig, gracias a la segunda oportunidad que se le otorgó tras la descafeinada Goldeneye (1995).
La transformación que ha vivido el personaje con las tres últimas películas ha sido todo un acierto que ha permitido, por un lado, que la saga se revitalice, y por tanto, poder seguir explotando los recursos; y por otro, endurecer la fofa tonalidad que estaba adquiriendo con Pierce Brosnan como 007 –a pesar de ser un perfecto gentleman– y que generaba la pérdida de fans. Es decir, menos ingresos en taquilla.
Pero es con la última aventura con la que se alcanza la cima de la expedición comenzada hace seis años. Ahora es posible entender que, consciente o inconscientemente, todo lo acontecido hasta este momento era un preámbulo para llegar al clímax. La oscuridad y dureza con la que se trataron a Bond tenían un porqué perfectamente razonado aquí por los guionistas y orquestado de manera magistral por Mendes y su equipo (mención especial para Roger Deakins en la fotografía).
Bond ya no es un agente socarrón y jocoso que con solo escudriñar con ojitos y repetir una y otra vez las mismas coletillas se ganaba a las más esculturales mujeres (sí, aquí también hay una escena encajada apretando para proferir su presentación, pero bien solucionada). Está al servicio de Su Majestad, pero también –y más importante– a su propio servicio, lo que dota al personaje de un nuevo abanico de emociones y planteamientos con muchísimas posibilidades, y solo es el de siempre cuando un valor tan humano como la amistad es lo que le mueve.
Cuando se supo que el director de American Beauty (1999) sería el responsable de estrenar la vigésimo tercera parte del espía británico –en el año de su cincuenta aniversario, nada menos–, no fueron pocas las voces de extrañeza. Pese a haber rodado una obra maestra de cine negro clásico como Camino a la perdición (2002) –para la que ya contó con Daniel Craig–, pensar que un realizador con tanta sensibilidad, una trayectoria teatral sublime (formó parte de la Royal Shakespeare Company con la que trabajó con Ralph Fiennes, parte del reparto de Skyfall) y una emotividad tan distante de sus coetáneos, sería capaz de combinar la delicadeza visual con lo que la saga pedía, era una posibilidad, cuanto menos, remota. Sin embargo, Mendes hace gala de una maestría desbocada para la acción, donde no hacen falta más que miradas para solucionar un tiroteo, demostrando que para situar al espectador basta con el gran plano general adecuado en cada momento, presentando al mejor villano de toda la colección con un plano secuencia para enmarcar y un largo etcétera. Se podría seguir hasta los 143 minutos que dura la película, pues este es, posiblemente, el mejor trabajo de su director hasta la fecha –con el permiso de su obra cumbre sobre la Norteamérica de los años 30–. Sus virtudes la convierten en el mejor trabajo de cuantos ha habido pero no ha podido evitar huir de sus defectos y manías ya que, salvando la primera secuencia con la que todo Bond debe abrir, tiene un arranque necesario, pero inevitablemente lento.
Atendiendo al reparto, en la mente solo cabe una pregunta: ¿dónde está el límite de Javier Bardem? El comienzo de su carrera no dejó grandes papeles para la posteridad, por falta de experiencia o malos directores guiándole. Llegada su madurez interpretativa, se está convirtiendo por derecho propio en el mejor actor español en activo. Cuando directores de actores (y no meras marionetas o autoproclamados autores narcisistas) le dirigen, expone su talento con inteligente desmesura. Julian Schnabel le brindó su primera nominación al Oscar, que finalmente consiguió gracias a los hermanos Coen, y su participación en Vicky Cristina Barcelona (Woody Allen, 2008) le abrió las puertas a trabajos con los más grandes directores de Hollywood. Aquí teje un personaje incómodo e imprevisible que siembra el terror desde la ambigüedad. Es una vuelta de tuerca, en el sentido más amplio de la expresión, al esperpéntico personaje con el que ganó la estatuilla dorada. Representa la mejor imagen de antagonista posible, lanzando guiños a todos y cada uno de los malvados de la saga. Es el responsable de que Daniel Craig no brille como en los dos largos anteriores –amén de una sobriedad característica adecuada para el papel pero limitativa–. Judi Dench aprovecha con laboriosa experiencia el mayor peso que adquiere su personaje en la trama mientras que los debutantes Ralph Fiennes, Naomie Harris y Albert Finney (genial, como siempre) consiguen mantenerse alejados de la acción con la mayor de las correcciones.
Lo mejor que nos deja este nolaniano Skyfall de Sam Mendes –además de Silva (Bardem)– es el tremendo recorrido que, en las manos adecuadas, puede volver a tener el personaje creado por Ian Fleming.
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