«Me descubro de pronto deseándole la muerte a Putin«
Justo el año antes de que comenzara a escribir para La Noche Americana, durante aquel curso que pasé viviendo en Zaragoza, se me ocurrió visitar una vez Belchite. Fue en un fin de semana en el que se jugaban la Liga el Real Madrid y el Barça, por lo que no había nadie en las calles ni en las carreteras a partir de cierta hora (ese es, o era entonces, el poder del fútbol en este país). Así pues, tras invertir la mañana en visitar Teruel y constatar su existencia, regresé hacia la capital aragonesa por carreteras secundarias y detuve mi choche a las afueras del derruido pueblo arrasado por el bando republicano durante la Guerra Civil española. Es difícil trazar demasiados paralelismos con muchos escenarios actuales dado, entre otras cosas, que en las ruinas de este pueblo siguió viviendo gente hasta mediados de los años 60, pero aún así hay algo. Algo imposible de definir en el ambiente de aquella tarde-noche de mayo hacía que, de pronto, sintieras todo lo que se perdió allí en cuestión de horas: las vidas, las historias familiares, los planes de futuro, las risas, los gritos, los susurros… Me recuerdo a mí mismo llorando sin saber bien por qué al lado del muro de una casa que apenas me llegaba a las rodillas.
A menudo llegan a nuestras vidas imágenes y noticias sobre diferentes guerras a través de las noticias de la tele o por internet. Israel y Palestina, Rusia y Ucrania, Estados Unidos e Irak… La lista es interminable pero, más allá de un par de memes por redes sociales y cambiar nuestro avatar por uno con la bandera del estado que toque en ese momento, resulta bastante difícil entender lo que realmente está pasando dada la época de desinformación en que vivimos y aún más complicado resulta empatizar con las personas involucradas en todos estos conflictos al tenerlas siempre a unos agradecidos miles de kilómetros de las puertas de nuestras casas. No es hasta que ponemos los pies en las calles de las ciudades destruidas o cuando entramos en contacto con algunos de los supervivientes (tanto físicos como emocionales) a estos enfrentamientos, que somos realmente capaces de comprender la verdadera magnitud de estas catástrofes.
«La guerra no es lo peor que puede ocurrirte: lo peor es cuando no queda ningún momento de felicidad«
Diarios de Guerra: Dos Relatos Ilustrados desde Ucrania y Rusia cumple justo ese objetivo. El libro de Nora Krug que publica ahora Salamandra nos permite conocer de primera mano los efectos de la guerra en Ucrania sobre una periodista del país invadido por Rusia en 2022 y sobre un artista ruso descontento con la dictadura fascista de su país. Conforme vamos avanzando en el año en la vida de estas dos personas y vamos pasando de su rabia (mezclada con un ligero optimismo) inicial a una espiral descendente de miedo, cansancio, ira e, incluso, pérdida de la identidad, vamos empatizando con dos miradas que, sin ser antagónicas, contemplan el mismo conflicto desde puntos de vista muy diferentes y, a través de su relato, perfectamente entendibles. Es así mucho más fácil entender lo que de verdad lleva ocurriendo en Ucrania desde hace un par de años más allá de los fríos datos que arroja el conflicto y de las causas políticas e históricas que lo han motivado. Y es gracias a este entendimiento que uno puede encontrarse a sí mismo llorando cuando K. contempla la habitación vacía de sus hijos en Kiev, o con miedo cuando D. se ve a sí mismo regresando a su país porque no soporta estar lejos de su familia.
Estar informado va mucho más allá de lo que es conocer el dato frío. Ser conscientes de que detrás de cada guerra y cada ataque se encuentran los nombres y apellidos de personas como tú y como yo nos ayuda a comprender los horrores de todos estos eventos. Creo, además, que el encierro mundial que supuso el Covid en 2020 nos enseñó que era posible estar sintiendo lo mismo desde el balcón de una casa en Madrid, Milán o Budapest y que ello nos ha mostrado que empatizar con el que está lejos no es tan complicado. Pero precisamente por eso son tan importantes obras como la de Nora Krug, porque no siempre tenemos a mano los testimonios que necesitamos para comprender, para poner cuerpo y alma a los datos que nos llegan por las noticias. Por que las historias se recuerdan mientras que los datos se olvidan: volviendo a aquella visita a Belchite, mientras yo me secaba las lágrimas escuché como una chica le preguntaba a su novio cuándo habrían descubierto aquellas ruinas al lado del nuevo pueblo de Belchite.
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