Margaret Thatcher entra en un ultramarinos para comprar leche y el periódico. Es una anciana. La debilidad y el patetismo se han apoderado del rostro que impulsó con mano dura los valores cristianos y conservadores que primaron durante diez años en el Reino Unido. Corrían los ochenta. La única mujer en desempeñar el cargo de Primer Ministro en la historia del país de Shakespeare se ha convertido en una tierna abuelita que nadie reconoce, ni siquiera ella misma es capaz de recordar su pasado.
Para eso está Phyllida Lloyd, la directora de ¡Mama Mia! está detrás de este biopic blandito que como era de esperar repasa de mala manera las hazañas políticas de Thatcher. Si a la dama de hierro le cuesta hacer memoria, Lloyd no la ayuda demasiado con este filme.
El Oscar sobrevuela alrededor del peinado que Meryl Streep aguanta con maestría durante 105 minutos. Sin duda ella, la mejor actriz del mundo –justificar esto me llevaría varios artículos–, es el motivo por el que esta película merece la pena. Streep desprende personalidad, carácter, dureza (cuando toca, que es casi nunca) y humanidad.
Aunque no estuviera genialmente maquillada su interpretación es tan soberbia que daría igual. En la parte con más ternura, esa que corresponde a las escenas donde la vejez hace de Thatcher una entrañable anciana, la oscarizada actriz se camufla entre gestos de debilidad y una mirada senil. Por otro lado, cuando los flashback asaltan el metraje Streep se vuelve dura e incluso terca, pero siempre muy cercana.
La directora se esmera para que el espectador sienta empatía por la ex Primera Ministra, pero se queda lejos. A La dama de hierro le falta emoción. Técnicamente la película de Phyllida Lloyd es de notable, pero no hay ni una sola escena con la intensidad suficiente para que perdure en la memoria.
El filme tiene un montaje medido al milímetro donde se mezclan con buen gusto el presente y el pasado. La atmósfera, remarcada por una excelente fotografía de Elliot Davis, es otro de los aspectos más cuidados de la película –sobre todo en las escenas ambientadas en los ochenta–. Además, Lloyd cuela con elegancia imágenes reales que recrudecen algunos momentos, como el atentado con bomba atribuido al IRA en el Grand Hotel de Brighton o como las manifestaciones llevadas a cabo por el pueblo inglés tras la imposición del Poll Tax (impuesto a la comunidad). Sin embargo, el maniqueísmo de la historia ensombrece esta producción escrita y dirigida con el único propósito de arrasar en las diversas galas de cine americano.
Que Phyllida Lloyd se apoye únicamente en la fuerza de Meryl Streep para salvar este condescendiente biopic acaba por convertirse en un craso error. Por supuesto, no es culpa de la actriz ni de ninguno de los secundarios que la película se derrumbe –qué gran actor es el señor Jim Broadbent–, ni siquiera es culpa de la antipática protagonista, el problema reside sencillamente en la autocomplacencia de la creadora.
Es un delito inspirarse en la vida de una de las mujeres más importantes de la política mundial, con tantas sombras, tan compleja y con tanto coraje y realizar una película tan insulsa y previsible. Lloyd parece estar encantada de haberse conocido.
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