A mis coetáneos (nací en el 87) el western no les dice nada. Lo consideran un género petrificado, aburrido, previsible, rancio, insulso, soez… Tal vez no hayan sentido, todavía, la fascinante nostalgia de la aventura (este género, como supo ver Andre Bazin, niega el cuadro de pantalla y restituye la plenitud del espacio a través de los travellings y de las panorámicas), la necesidad de cumplir un código de valores, de cuestionarse todos los sentimientos (desde los más puros -el amor- hasta el asqueroso racismo), de compartir en soleddad infinitud de secretos, tormentos, frustraciones… Efectivamente, el western me ha salvado de la depresión nocturna en interminables ocasiones: me ha reconciliado con la sugestiva vida (no con esa chabacana realidad que siempre he odiado)…
El cine del Oeste constituye -según Borges– la única gran forma moderna de la épica, ese género tan descuidado por los escritores contemporáneos. En el western (que es la reducida historia ?apenas dura cien años?, o, mejor dicho, el nacimiento de un solo país: EEUU), abundan los arquetipos, los valores y las situaciones heroicas: el jinete solitario, la interminable llanura, el coraje, la conquista, la constante sensación de amenaza… No es descabellada, pues, la tajante afirmación de Borges: Hollywood ha salvado (con sus loas a los conquistadores taciturnos) la épica, «un apetito elemental del ser humano».
A mí el western que más me gusta es el elegíaco, inventado por John Ford en La diligencia (1939) y continuado por Howard Hawks en Río Rojo (1948) o Río Bravo (1959). En estas películas, la acción se caracteriza, se reviste de sentimientos, poniéndose de manifiesto un tópico muy jugoso: la lealtad masculina puede dominar una situación caótica. Anthony Mann y Budd Boetticher ahondaron aun más, si cabe, en las profundidades de la psique. El primero, en los 50 (El hombre de Laramie, El hombre del Oeste, Winchester 73…), revistió a sus solitarios héroes (interpretados magníficamente por James Stewart y Gary Cooper) de un infinito deseo de venganza; una angustia fortísima les obliga a ajustar cuentas con sus enemigos (a veces, desconocidos), a lavar un pasado tenebroso… Sólo de esa forma, al resolver sus conflictos internos (propios de una época convulsa, del paso de una época salvaje a una sociedad civilizada) podrán aceptar el coste de seguir en marcha.
Los lacónicos héroes de Boetticher (que dirigió una serie de formidables westerns de serie B, con Randolph Scott como protagonista, en la segunda mitad de los 50: Seven men from now, Estación comanche, Los cautivos…) también están sumidos en la confusión. Pero su apariencia, respecto a Mann, es todavía más brutal: son espectros suspendidos en el tiempo, deambulan por la llanura (no acostumbran a mezclarse con la atronadora gente del pueblo) y cualquier excusa les sirve para lanzarse (regidos únicamente por sus obsoletos principios, no por ninguna ley) a vivir una aventura suicida…
Siguiendo esta resumida cronología, no hace falta ser un lumbrera para deducir que, cuando Sam Peckinpah (Duelo en la Alta Sierra, Grupo salvaje, Pat Garrett y Billy The Kid…) irrumpió en la rugosa geografía del western, este género pasaba (eran los primeros 60) por un estado crítico. No por la calidad (los cineastas nombrados son cimeros), sino por la pronunciada temática elegíaca que obliga a enterrar -en cierta manera- un universo irrepetible. El propio John Ford acababa de rodar El hombre que mató a Liberty Valance (1962), conmovedora obra que reflejaba -valiéndose de unos flashbacks que han creado escuela- el fin de una época plagada de mitos, en donde la leyenda prevalecía por encima de la verdad… Éste es el inicio del western crepuscular.
Dijo Billy the Kid (Kris Kristofersson) a Pat Garrett (James Coburn): «Los tiempos habrán cambiado, pero yo no». En efecto, ese es el lema que resuena en todas las obras que Peckinpah dedicó al Oeste. El vaquero (viejo, agotado, envuelto en la total desilusión…), en su negativa a mudar de principios, escribe conscientemente su epitafio. En ese nuevo mundo civilizado (regido por el darwinismo social), más que justicia, hay leyes: la caza del hombre está legalizada y no hay espacio para aquellos que incumplen los nuevos requisitos. La frontera que separa a los buenos de los malos está, en fin, desdibujada.
Envuelto en tal percal, Peckinpah (que fue ayudante de Don Siegel en cinco películas) renueva el género, desmitifica sus valores, explotando al máximo las posibilidades del montaje: la asociación de imágenes (a través de planos medios muy cortos) le sirve para mostrar los diversos puntos de vista de la historia. De la Historia. En Duelo en la Alta Sierra, el enfrentamiento final anuncia esa ruptura formal (el western hasta entonces se había valido especialmente de los planos generales para reflejar cualquier escaramuza). Una ruptura que, realmente, supone una evolución en un género que había apostado, desde los tiempos de Ford, por la caracterización, por el canto, por la hondura psicológica de los personajes…
La descarnada violencia de Peckinpah ha supuesto la crítica más negativa hacia su crepuscular obra. Para algunos estudiosos, el uso ?en las escenas sangrientas? de la cámara lenta (Grupo salvaje) desprende única y exclusivamente morbo, se trata de una irresponsabilidad intelectual… Sin embargo, para mí Peckinpah refleja, de manera acertada, la tremenda queja de Rilke: «Allí donde muere un hombre, muere la humanidad». Es sólo una opción formal…
Me explico. Fuller, Siegel y Godard mostraban la sangre con una sequedad absoluta (Tarantino recogería el testigo de una manera mucho más pronunciada, casi irrisoria), en un intento de reflejar la alienación y la brutalidad del poderoso hombre capitalista, capaz de matar a uno de sus semejantes del mismo modo que engulle una hamburguesa. Peckinpah, por su parte, critica la violencia desde dentro, la usa de manera tan vistosa y elegante (es como si los cowboys se despidieran de este mundo trenzando una desconsoladora balada) para que seamos conscientes de la brutal desgracia, del verdadero valor de una vida humana… No obstante, la sangre, en los filmes peckinpahnianos, casi nunca constituye un fin, sino un procedimiento formal.
Controversias aparte, imagino que incluso los críticos más cítricos coincidirán conmigo en que a este cineasta le iría bien (por su contribución a la renovación de un género clásico) el epitafio de uno de sus protagonistas, Cable Hogue: «Era un hombre que encontró agua donde no la había». En efecto, la mejor manera de homenajear a un artista es el acercamiento a su propio lenguaje. Y en Peckinpah todo remite al cine: a la fuerza, a la amistad, al llanto, a la aventura, al sexo, al amor… ¿No dejó dicho Fuller que el séptimo arte (esté o no plagado de guiños) se resume en una sola palabra: emoción.
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